No se ha inventado
peor tortura para este escribiente que salir de compras. Me gustan las tiendas,
sí, pues no soy un misántropo ni presumo de vivir según la regla de San
Francisco. Pero me gustan cuando lo que ofrecen son objetos decorativos,
libros, obras de arte, bagatelas, material de pintura o alguna curiosidad que
no sea fácil encontrar en un gran almacén. Porque la tortura se me hace
infinita cuando ese ir de compras significa desaparecer bajo el cemento y
cristal de esos centros comerciales en los que es fácil acabar por llorarle las
penas a un maniquí sin pelo, ojos, orejas ni boca.
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Esa será la razón
por la que me duran tanto los pantalones, escondo los rotos y los manchurrones
que no se van con la lavadora, defiendo con uñas y dientes aquellas camisas que
se merecen una feliz jubilación y no me importa llevar los calcetines zurcidos,
como no me duele que las marcas en los ojales del cinturón sean memoria de
aquellos años en los que lucía un tipo más lucido. Todo, con tal de no ir de
compras, ese salir a por ropa, por zafarme del empeño de mi mujer en que me
compre una nueva prenda y me vea obligado a entrar en un probador.
No es necesario describir
esos cuartuchos en los que la intimidad pende de una pobre cortina o una portezuela
que te dejan al aire –a la vista de cualquiera- los pies cuando te descalzas y
dejas al aire el final de tus piernas blanqueadas por el invierno, cuando dejas
caer las perneras y se te arrebujan en los tobillos, cuando haces equilibrismo porque
en ese cubil no hay espacio para estirar los brazos ni alzar un pie, para
probarse cómodamente aquello que habíamos juzgado que nos sentaría tan bien y
que, ¡maldita sea! no hay forma de que nos ate.