En las grandes
ciudades de los países del hambre, allí donde se hace una sola comida al día,
de ingredientes pobres y repetidos, muchas veces masticada junto al asfalto,
condimentada con los humos de los coches, de los camiones y de los autobuses,
que no tienen catalizador, un hombre, una mujer están dispuestos a renunciar a
lo necesario con tal de poseer un teléfono móvil. Aunque en Occidente comamos
tres veces –sin contar el aperitivo y la merienda- también estamos dispuestos a
cualquier cosa con tal de disponer de un móvil mejorado, repleto de
aplicaciones que nunca vamos a utilizar.
La pantalla táctil nos deglute, aislándonos en un
agujero de idiocia excavado con todo tipo de excusas acerca de los beneficios
de la comunicación. Beneficiosa en algunos casos, útil en otros tantos, pero… Muchos
mereceríamos quedarnos sin móvil durante unas horas o, mejor aún, durante unos
días, por utilizarlo en situaciones que exigen concentración: cuando
conducimos, cuando trabajamos, cuando nos sentamos a comer con los nuestros,
cuando leemos, cuando estamos en el cine, cuando acudimos a un funeral, cuando
nos sentamos a charlar con nuestros hijos o tratamos de reconquistar a la esposa,
etc. (aquí no caben los números clausus). Pero otros merecerían no volver a
tener teléfono móvil nunca más: los que pierden las horas hurgando en los
perfiles ajenos; los que aprovechan el teclado para amenazar, insultar o
descalificar; los que los regalan a los niños menores de catorce años; los que
lo prefieren a leer; los que se entregan a juegos y apuestas... Pero, sobre
todo, aquellos que usan la cámara que trae el aparatito para fotografiarlo
todo. Pero todo, todo, con motivo y sin motivo, imágenes con interés y sin él.
La vida, multiplicada por “n”, empacha un laberinto de espejos cubiertos de
fotos, fotos a todas horas, fotos sin sentido.