Los finales de
Feria traen una mezcla de cansancio corporal, dolor de cabeza y melancolía. La
continuación de la juerga –de una juerga tan singular, tan del gusto de miles y
miles de personas, tan exigente en cuanto a tradición, vestuario y relaciones
sociales- se antoja demasiado lejana, aunque entre medias haya islotes que ofrezcan
una nueva diversión porque sí, que es
la razón menos razonable que convoca a la multitud alrededor de la fiesta.
Desde lejos, la
Feria de Sevilla no deja de asombrarnos. No hay una Virgen, un santo patrono
ligado al ferial ni a la Maestranza, sino el recuerdo de un mercado de
tratantes de ganado como única excusa, lo que a los nativos digitales debe
sonarles a alfabeto cirílico; desde sus múltiples pantallas ignoran lo que es
un tratante y, si me apuran, qué significa ganado y cómo es una res (ovina,
bovina o caballar).
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De alguna manera,
la Feria es un compendio de liturgias a muy distintos niveles ligados a la
clase social, como si aún viviésemos en el siglo XIX. Sólo unos pocos pueden
lucir sus caballos; sólo unos pocos pueden hacer el paseíllo en ese albero que
parece oro; sólo unos pocos pueden permitirse un tendido en la plaza; sólo unas
pocas pueden lucir un vestido de flamenca distinto cada tarde; sólo unos pocos pueden disfrutar
de una caseta privada en la que el flamenco, al menos durante unas horas, no lo
ponga un MP3.
No sé hasta qué
punto las autoridades valoran la Feria. Sabemos que se replica en otras
ciudades de España, especialmente allí donde una colonia de emigrantes sufre el
quebranto de no estar presente en el encendido del Real. Pero en un país de un
turismo limitado y ocasional (por más que hinchemos el pecho como palomos
alelados), Sevilla y su liturgia deberían estar a la altura de la Estatua de la
Libertad, por poner un ejemplo.