Si me pongo a trazar
una jerarquía de los vicios, no dudaría en coronarla con el pesimismo, que no
es la melancolía que distingue algunas personalidades sino el empeño en
contemplar el mundo tras una óptica oscura, que convierte los actos virtuosos
de los demás en causa de sospecha y el mal en un <<si ya te lo había
dicho>>, refrendo de la ausencia absoluta de esperanza.
Hay razones
objetivas para el pesimismo, dirán muchos. Basta abrir la prensa y concluir que
el ser humano no tiene solución. El listado de horrores se antoja interminable:
crímenes, droga, corrupción pública, terrorismo, fenómenos naturales, atentados
contra el medioambiente, guerras, rupturas, odios, robos, peleas, abandono,
soledad… Por si fuera poco, la facilidad que hoy tenemos para acceder a la
actualización instantánea de la información nos provoca el sentimiento de que
el mal nos persigue, nos abate, nos salpica, nos empacha y nos derrumba.
Entonces aparece la sentencia definitiva del pesimista: <<si las cosas
están como están y apenas vivimos dos días, ¿para qué luchar por ser
bueno?>>. Y del pesimismo se pasa a la envidia hacia aquellos que se
enriquecen ilícitamente. Y de la envidia a la codicia. Y de la codicia a la
ira. Y de la ira a la frustración. Y de la frustración… Y se va completando la
rueda de la infelicidad.
El pesimista es
víctima de una soberbia crónica por la que desprecia a quienes creen que las
cosas pueden ir mejor, al depender de la fuerza de voluntad de cada uno en ahogar
el mal en abundancia de bien, que es hacer lo que se debe y estar en lo que se
hace. Además, el pesimista es una rémora que al resto de la sociedad no le
queda otro remedio que aguantar con paciencia, por haber desarrollado los
resortes para aguar hasta la fiesta más alegre y divertida.
Me viene a la
memoria un hombre aciago al que le apodaban “Mequieromorir”, y no solo porque
aquel ocurrente mote reflejaba su estado sempiterno de ánimo sino porque allí
donde acudía despertaba la tensión de que, en efecto, él o cualquiera de los
presentes podía morirse en cualquier momento a causa de la tristeza que exhalaba
y de sus cenicientas opiniones sobre cualquiera que fuese el tema de
conversación. Para “Mequieromorir” la vida sólo podía ir de mal en peor. Y cuando
hablo de la vida me refiero a que si lucía el sol, en cualquier lugar se estaba
preparando un temporal; si se celebraba que alguien había encontrado trabajo, había
que tener en cuenta que al fantasma del desempleo; si una conocida esperaba un
nuevo hijo, a quién se le ocurre traer otro retoño al mundo; si se daba a
conocer una enfermedad, ya estaba pensando en la corbata negra.
El pesimismo es
incompatible con la salud personal, familiar y laboral. También es incompatible
con la fe, pues un pesimista no puede dar razón de haber sido llamados, sin
mérito alguno por nuestra parte, a la aventura maravillosa de la eternidad.