Cuando la tierra se
abre para deglutir ese país que es la cima de los pobres, para tragarse a los
aventureros que gastan su dinero en la ascensión al techo del mundo, las redes
sociales, ajenas al dolor, continúan ofreciendo la mejor de nuestras poses.
Al igual que no nos
fotografiamos recién salidos de la cama (aunque, vaya usted a saber, que hay
obsesivos que de todo hacen una instantánea), tampoco regalamos al infinito
digital un retrato del que no nos sintamos satisfechos. Puestos a renovar la
imagen de nuestro perfil, que sea merecedora de toda suerte de halagos (“¡Tío
bueno!”, escribía una descerebrada en Facebook, debajo de la fotografía de su
abuelo). Pero, si a pesar de todo, el objetivo no consigue ocultar las arrugas
del tedio, nos llegan nuevos inventos al alcance de cualquier bolsillo, de
cualquier manazas informático, para convertirnos ipso facto en merecedores del
premio universal a la belleza.
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Todo apariencia;
todo mentira. Ojos de un color que no es el nuestro. Sonrisa blanqueada por una
herramienta de pantalla y no por el flúor. Unas canas que de pronto
desaparecen, como se borran las patas de gallo y esas ojeras que lo dicen todo
acerca del interior de nuestra conciencia. Apariencia de apariencias. Vanidad
de vanidades. Ya nada cuelga. Tampoco hay papada ni granos, verrugas ni pecas
odiosas. Se han recogido las orejas de soplillo, nos hemos limado el mentón sin
tener que soltar un ¡ay!, nos hemos rebajado la nariz y redondeado los pómulos.
¡Guapo!
Tú y yo somos una
reproducción pop de Warhol, pero sin colorines extravagantes. El mejor perfil
de la Preysler y de Julio Iglesias superpuestos, sin tener que arrearse un
lingotazo de zumo de limón antes de poner un pie en esta Tierra a la que en
ocasiones le da por temblar y romperse, como nos rompe el tiempo. Mientras, nos
dicen, alguien pide socorro debajo de los cascotes.