Me asomo a la
ventana y contemplo con estupor a un montón de gente que va y viene, viene y
va, con esfuerzo admirable, hacia ninguna parte. Parece no importarles la
estación en la que nos encontremos, si luce el sol o caen chuzos de punta, si
contamos con visibilidad o la niebla hace aconsejable avanzar con los brazos
extendidos y paso prudente, si cae una helada de bigotes o los pajaritos se desploman,
achicharrados, de las copas de los árboles. Con puntualidad británica abandonan
el portal de sus casas dando simpáticos saltitos –un, dos… un, dos-, para
detenerse un momento sin dejar de saltar. Se colocan unos cascos para escuchar
música, encienden una maquinita que les dará toda clase de información
–distancia, recorrido, desnivel, número de zancadas…- y ponen a cero el
cronómetro. Por delante treinta minutos, cuarenta y cinco, una hora y media… de
carrera sin paradas.
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El hombre, que es
animal social, sobrevive gracias a la emulación. Los niños imitan el
comportamiento de sus padres, los alumnos repiten los conocimientos ofrecidos
por sus maestros y todos –más nos vale- cumplimos con Hacienda. Un día –no sé
cuándo, dónde ni por qué- a alguien se le ocurrió ponerse un extraño disfraz,
llenarse el cuerpo de gadgets y echar a correr emulando lo visto en Facebook. Correr
ya no es correr. Ni siquiera es hacer footing.
Es running. Running por aquí y por allá. Running
para sentirse bien y tener una vida saludable, para ser feliz acumulando horas
y kilómetros sobre el asfalto.
El artista del running va tan embebido en su música,
sus zancadas y lo entrecortado de su respiración, que no se para en mientes
ante los pacíficos paseantes, ante los niños que juegan al balón, ante la
señora entrada en años que avanza de poquito a poco después de una operación de
cadera. No hay mundo para el auténtico
runner que no sea la siguiente pisada.