El tiempo coloca
las cosas en su lugar, ergo la verdad
acaba luciendo sobre los estrambotes de la mentira. Porque nos contaron que
monseñor Oscar Romero, beato entre los santos de la Iglesia, fue abatido a
balazos –mientras celebraba la Eucaristía el lunes santo de 1980- en un oscuro
complot que no dejaba bien parados a los defensores de la ortodoxia católica. Por
aquel entonces, no eran pocos los medios de comunicación que al referirse a la
Iglesia usaban los tópicos de la reducción marxista, como si el abrazo de San
Pedro comprendiera dos bandos irreconciliables. El de los malos, como es de
suponer, lo lideraba el hoy colega de Cielo del arzobispo salvadoreño, san Juan
Pablo II, culpable de que el anhelado aggiornamento
se hubiese quedado congelado en la última sonrisa de san Juan XXIII (vamos de
santo en santo…). El de los buenos, como también es de suponer, correspondía a
los cabecillas de lo que se llamó Teología de la Liberación, cuya base
teológica, según los doctores en la materia, era más bien inexistente. Aquellos
redactores y enviados especiales pretendieron convertir a monseñor Romero en un
incordio para Roma, y para ello manipularon sus constantes reclamaciones a
favor de los campesinos y en contra del gobierno salvadoreño y su ejército, con
el reduccionismo interesado de quienes, en sus crónicas, obvian que las obras
de misericordia obligan a todo cristiano, sin banderías.
Monseñor Romero,
que acaba de unirse al amplísimo martirologio del siglo XX, tenía una visión
del hombre ajena a las divisiones. Sin ir más lejos, conoció y admiró a san
Josemaría Escrivá. De hecho, eligió como director espiritual a un sacerdote del
Opus Dei, señal de que la política no tiene cabida en quien se convierte en
pastor de todo un pueblo. También conoció y admiró al beato Pablo VI, denostado
por la derecha y por la izquierda, y fue Wojtyla –el malo de aquella novela- quien
ordenó la apertura de su proceso de canonización, que Francisco acaba de
resolver con el primer paso hacia la veneración universal.