Hace unos años un
colega de las letras y buen amigo me advirtió del riesgo que corría al
enfrentarme con mis artículos de opinión al lobby gay, tan eficaz está siendo
su larguísima y calculada campaña para que la sociedad no sólo acepte, sino
haga suya -hasta defenderlas a capa y espada- todas y cada una de sus
disparatadas imposiciones. Estas, por supuesto, no se refieren al respeto que
merece cualquier persona, sin necesidad de que nos abajemos a examinar el
abanico de las prácticas sexuales. Sería de locos jugar al descarte tomando por
razón el celibato, la fidelidad conyugal, una relación extramatrimonial
permanente, la infidelidad por bandera o la variedad de tendencias afectivas que
puede experimentar el ser humano.
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Otra cosa es quedarse
callado ante la publicidad permanente de las reivindicaciones de la maquinaria
gay –tal vez sería interesante matizar que gay no es lo mismo que homosexual;
una cosa es la política y otra la condición-, que se resume en el alegato
sentimental de lo imposible. Nadie va a convencerme de que el matrimonio es
algo diferente a la unión estable de un hombre y una mujer, cuya finalidad
–además del proyecto común de una amorosa convivencia- es la procreación y
crianza de los hijos. Un hombre no se puede casar con un hombre. Tampoco tener
hijos. Ni una mujer con una mujer. Tampoco tener hijos. Lo permita o no lo
permita la Ley. Y no sólo por razones morales sino de sentido de realidad.
Aunque la tecnología haga posible casi todo, nunca cambiará la naturaleza de
las cosas, por más que nos empeñemos.
Así que celebro que
el primer ministro de Luxemburgo sea muy feliz al lado de la persona a la que
ama, y viceversa, al tiempo que me entristece el uso torticero de ese imposible
–el del matrimonio-, cuya único objetivo es que continuemos llamando blanco a
lo que es negro, adocenados en el paraíso de la mentira.