Paterson se las vio
de tú a tú con los devoradores de Tsavo, una pareja de leones que paladeaba la carne de los obreros que construían la vía
ferroviaria que uniría Mombasa con el lago Victoria. Poco antes, John Boyes se
convirtió en el rey de los kikuyu, cuando ésta era una de las tribus más
temidas del África Oriental. Y allí donde se establecería Nairobi, el
matrimonio McQueen labró la primera explotación agrícola de Kenia. Hay muchas
epopeyas que contar de los colonos de aquellas tierras legendarias, como la de
Joseph Thomson, que abrió la ruta a Uganda por el país de los masai.
Al rebufo de los
prohombres que convivieron con los aborígenes y con las bestias salvajes,
tenemos por aquí a un tipejo que hace programas de televisión. Su fórmula
refleja cierto ingenio: bajo la apariencia de una pasión sin límites por la
Naturaleza, se está fabricando un mito, cuando lo cierto es que apenas sabe
nada de los ecosistemas y sus frágiles equilibrios. Ni los habitantes de esos
mundos lejanos ni los animales que los habitan merecen el maltrato continuo del
tal Frank. Tampoco lo merecemos los que amamos la fauna y la flora de este planeta
sorprendente. Porque el tal Frank se mueve por aquellos parajes con el peor de
los estilos, fanfarroneando de poseer patente de corso porque se atreve a coger
las serpientes por la cabeza para apretarles los colmillos hasta sacarles la
última gota del veneno que precisan para cazar y comer.
Entre palabrota y
exabrupto, Frank trata de ilustrarnos acerca de la vida animal con comentarios
de librito infantil, generalidades que harían sonrojar al bedel del Museo de
Ciencias Naturales, palabras de relleno ante lo único que le interesa: llegar
hasta el ejemplar de la especie en cuestión para importunarle. Si los bichos
pensaran, concluirían que el hombre –ejemplificado en ese memo que se pone la
gorra del revés- es la especie más estúpida y dañina de la Creación.