5 may 2015



Los reyes de antaño producían tanto respeto que el vulgo llegaba a dudar de su carne mortal. Si su coronación se atenía a justificaciones de carácter divino (“Rey de España por la Gracia de Dios”, acuñaban hasta Alfonso XII las monedas junto a la efigie del monarca), el boato de palacio y la distancia de los monarcas respecto al pueblo convertían su presencia en algo cuasi místico, que patinó de dignidad a los países de la vieja Europa frente a esos novedosos mundos en los que un presidente –no pocas veces encumbrado por la masonería- se cargaba la pechera de bandas y encomiendas para jugar a reyezuelo republicano, que es un modo menos elegante de llevar corona.
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Ya no se estilaban las capas de armiño cuando el ¡HOLA! hizo del eco de sociedad la almendra del nuevo periodismo. Los monarcas se bajaron del retrato al óleo para subirse a la revista del colorín, para que las señoras convirtieran las peluquerías en las antesalas del salón del trono. Con los rulos a modo de diadema, el público lo mismo se conmovía ante la humilde majestad de Balduino que se echaba a los brazos de un Saboya con residencia de invierno en Saint Moritz. Con las pinceladas del tinte húmedo sobre las sienes, guardaban un respetuoso silencio ante el paso de la carroza de la reina de las reinas (Isabel II, se entiende) como se lanzaban a la pista de baile junto a "Ladidí" y Travolta.

Francisco de Borja renegó del mundo al contemplar el cadáver putrefacto de la emperatriz Isabel de Portugal, con una frase que debería cincelarse en el dintel de las oficinas (“No más servir a señor que se me pueda morir”). No conoció a los duques de Cambridge. Más en concreto, no tuvo ocasión de toparse con Kate Middleton, hermana de una tal Pippa que trae locos a los fotógrafos. Ni con el sonriente príncipe Guillermo ni con sus dos criaturas, cuya carita de pan se multiplica en tazas, llaveros y dedales. La monarquía -con sus bodas, bautizos y comuniones- es un valor al alza.
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