Mientras la mitad
del mundo se debate en los sufrimientos que acarrea la guerra, el terrorismo (un
rosario diario de bombas, en el que no nos molestamos ni en sumar
víctimas), las fuerzas de la naturaleza,
que envía tifones, riadas, lava y terremotos… Mientras la mitad del mundo,
digo, se debate bajo el hierro de sus tiranos, el tráfico de armas, las
plantaciones en las que enraíza la industria de la droga, la trata de blancas y
el negocio de la inmigración ilegal... Mientras en la mitad del mundo, vuelvo a
decir, hay gente que lucha por la libertad y los derechos básicos, el
desarrollo y las mejores condiciones de vida de sus compatriotas, el
establecimiento de un comercio sujeto a justicia, la creación de empleo, la
formación de sus ciudadanos –desde la educación básica a la maestría con la que
poder competir con los jóvenes de por aquí-, la promoción de la mujer y el
cuidado de la infancia… Mientras la mitad del mundo, remato, pelea un combate
repleto de incógnitas, aquí volcamos nuestra lucha en el abanico de las
posibilidades sexuales, como si la tendencia venérea fuese el motor que hace
girar la Tierra.
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Hemos hecho de la
decadencia una sopa boba con membrete de Ley. Porque decadente (en el sentido
de impostura que viene a finiquitar nuestra civilización) es el movimiento por
una pretendida igualdad entre dos realidades que no tienen un solo punto en
común (me refiero al matrimonio y, por ende, a la familia, y a la convivencia
de carácter afectivo y sexual entre dos personas del mismo sexo, a las que, por
si fuera poco, aupamos a la ejemplaridad, el orgullo y el heroísmo con un desfile
histriónico y la decisión del Tribunal Supremo de los EEUU, contemporáneo
oráculo de Delfos).
Tras el matrimonio
gay (infértil por naturaleza) viene la adopción –continuación del tobogán
decadente-, la fecundación artificial y el vientre de alquiler, justificaciones
de una institución imposible que, además, convierten a los niños en cobayas.