Javier Krahe –a
quien Dios tenga en Su gloria- ha sido un hombre de imagen derrotada, expresión
más bien depresiva, voz muy limitada, literatura ocurrente y estrella más o
menos parpadeante. Supongo que de haberlo conocido de cerca mi percepción sería
distinta, pues el trato matiza casi todos los juicios y nos hace ver que detrás
de un halo oscuro se esconde, con total seguridad, una suma de malas
experiencias de cuando uno todavía no era dueño de su voluntad y otros ejercieron
la autoridad con el abuso propio de los engreídos.
En todo caso, Krahe
parecía vivir al socaire de las reglas, en una anarquía aburguesada de corte
parisino, en la que las soflamas necesitan de un programa de televisión, a la
espera de la ducha caliente y un rato de lectura en zapatillas antes de irse a
dormir. Ese es el recorrido del compromiso con el que se suele festejar a los
muertos de izquierdas –si es que Krahe cabía en la izquierda-, cuando tras
rendir la vida se transmutan en héroes civiles por no se sabe qué actos
ejemplares. Cocinar la figura de un Cristo ante las cámaras tiene poco de
compromiso y mucho de falta de tacto y de mala guasa. No tener ni siquiera el
gesto de pedir perdón por tan grave ofensa a los sentimientos religiosos,
revela hasta qué punto importa el responsable ejercicio de la libertad y el
respeto por la libertad y la dignidad de nuestros vecinos. Una pena, porque el
recorrido judicial de aquella fea historia –de la que salió absuelto- hizo
mella aún más honda en la tristeza de Krahe, quizás porque no es fácil vivir
sin querer asumir el daño gratuito de algunas de tus ocurrencias.
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Javier Krahe era
una de las estrellas musicales en los primeros programas de Fernando García
Tola, junto a Sabina y un tal Alberto Pérez. Su gesto hierático mientras
desgranaba sus humorísticos versos desencantados, nos hacía reír. Éramos niños
y no sabíamos aún que la vida muerde. Parece que a Krahe le mordió. Lo decían
sus ojos vencidos.