20 jul 2015

En estas calendas en las que la vida a veces se hace tan larga y pesarosa, el moderno oficio de psiquiatra ha venido a tratar de comprender los motivos por los que en algunas personas la mente se niega a seguir adelante con la frescura de antaño, unas veces porque se queda varada en el pasado, otras porque deja de comprender el presente. Zozobra entonces el alma y el paciente –antes desde la adolescencia, ahora incluso a partir de la infancia- precisa abandonarse con total confianza en quienes han estudiado los procesos químicos del cerebro, del que todavía –por muy gallito que se pusiera Freud- apenas sabemos nada.
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Hay confianzas que suponen tirarse a la piscina desde una altura que marea. En la confesión a camisa quitada a un psiquiatra no puede haber secretos. Es un contrato invisible de confidencialidad en el que entran todos los complejos, los miedos, las ausencias, los abusos, los errores y hasta aquello de lo que uno no termina de estar seguro de que haya sucedido, esas brumas infantiles en las que la enfermedad ha echado el ancla. Sin esa confesión el tratamiento se quedaría cojo y la curación –o la estabilidad- sería imposible. Es la desnudez total, sin disimulos: ante el psiquiatra uno se convierte en un cristal, aunque el vidrio se encuentre empañado por esas heridas morales que al mundo suelen pasarle invisibles.

Por todos estos motivos un psiquiatra debe de reunir una serie de condiciones más allá de la sabiduría médica. En suma, el doctor de la mente no puede ser mala persona. Mucho menos utilizar su autoridad frente al enfermo en beneficio propio. Porque existe el riesgo de que la soberbia científica le haga creerse un dios alrededor del que giran sus pacientes, tras haber creado en ellos unos lazos de dependencia que merecerían que el doctor probara su propia medicina, repleta de incomodísimos efectos secundarios.

De los abusos, el sexual es el más miserable de todos, pues convierte al abusado en un juguete roto y sumiso, un esclavo de los antojos lujuriosos de aquel en quien confía para seguir con vida. En conclusión, un psiquiatra que convierte a sus enfermos en objeto de deseo y satisfacción venérea no tiene perdón.


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