Me conmovió
escuchar el relato del hijo de Pablo Escobar, el rey Midas de la coca. A su
mirada de niño, su padre era un santo con antojos de zoólogo. No me extrañaré
si alguna vez nos confirman que los leones que tenía en su hacienda, masticaron
hasta los huesos a alguna persona de su corte que cayó en desgracia. ¿Cuestión
de pérdida de confianza? Supongo.
Así es el juego,
amigos, en el que un túnel ayuda a forjar el mito del Chapo Guzmán, un hombre
que se atreve a desafiar al sistema para repartir pesos entre los desheredados,
billetes manchados con la sangre de aquellos a los que la industria de la droga
–en cada una de sus ramas- se lleva por delante.
Como aquellos que
tenemos más de cuarenta años hemos conocido los estragos que causa el consumo
de estupefacientes (delitos de todo caché, venganzas, cárcel, sida, muerte…),
cada vez que me topo con un imberbe que juega a mayor mientras se lía un porro,
o a un Peter Pan que completa sus fiestas con unas rayitas de coca, ganas me
dan de comprarles un billete a Sinaloa o a Chihuahua, para que contemplen con
horror cómo cuelgan de los puentes los cuerpos decapitados que han facilitado
su amable ratito de pretendida gloria. Porque si en un lado del túnel está la
frivolidad, en el otro se encuentra la sordidez de una bala en el cráneo.