Quien no conozca
las barriadas menesterosas de algún país pobre no terminará de comprender el
motivo ni los argumentos que expone el Papa Francisco en “Laudato si”,
su Encíclica sobre el cuidado del
planeta. En esos submundos que no son propios del ser humano y que, sin
embargo, están emborrachados de gente, el alcantarillado brilla por su
ausencia, las basuras se pudren junto a las casas, reina un constante olor a
muerte y las enfermedades saltan como un ejército de pulgas, al tiempo que se
acumulan los plásticos, ese material maleable y odioso que cubre la tierra y
los océanos hasta formar montañas y archipiélagos.
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Francisco vierte
muchas opiniones personales acerca del ecologismo. Algunas de ellas son discutibles
en la forma –el argentino es un tanto apasionado-, pero no en el fondo. No en
vano, ha pisado durante muchos años el patio de atrás del mundo, para saber que
nuestro planeta “gime con dolores de parto” a causa del ansia consumista que
busca la saciedad inmediata, sin analizar las consecuencias de ignorar a los
que no pueden participar del mismo disfrute; sin estudiar el daño que nuestro
despilfarro provoca en la Naturaleza, que tiene el más auténtico y delicado de los
equilibrios.
En las islas Feroe
de Dinamarca han masacrado a doscientas cincuenta ballenas en un solo día. La
razón que esgrimen los balleneros es la falta de biodiversidad de sus aguas,
que con tantos cetáceos pueden verse aún más damnificadas. Tal vez sea cierto,
por más que nuestros mares antaño balleneros –el pueblo vasco tiene memoria de
aquellos lances- sean hoy una estepa de yodo que añora el canto melancólico de
Moby Dick, que no era un leviatán, capitán Ahab, sino un pacífico mamífero al
que le gustaba la soledad.
Al Papa le
preocupan las ballenas, cómo no, así como los guanacos con cuyo cuero los
gauchos trenzaban las cuerdas de sus boleadoras. Pero más le preocupamos los
hombres, el milagro natural que –de una manera u otra- preferimos maltratar,
matar de ciento en ciento, tantas veces al amparo de la Ley, tantas veces ante
los ojos, los oídos y la boca tapada de ese tinglado de incompetentes llamado
Naciones Unidas.