3 ago 2015

La impresión de la mujer de Beckham, el jugador de fútbol, se nos clavó en el orgullo como una saeta envenenada. La susodicha aseguraba que los españoles olíamos a ajo, aroma que -crudo o estancado en la parte alta de la digestión- es como para que el conde Drácula huya volando o para que el más romántico de los encuentros resulte fallido. Como si en los finos cottages ingleses no apestara a verdura cocida; por aquellos lares mastican coles gaseosas hasta en la elegante mesa de Downton Abbey.
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Pensaría la curiosona vocinglera de las Spice Girls (formación musical a la altura del trío Mermelada, que hace bolos por las fiestas patronales de los villorrios de tercera) que el mal olor es propio de los países del sur de Europa, en los que la escasez de lluvia no puede esconder la poca frecuencia con la que en Inglaterra pasan la aspiradora por la moqueta o se cambian de ropa interior. Y con el mal olor, esos problemas tan desagradables que ponen en peligro el bienestar de la Europa nublada, como la inmigración ilegal, pateras que interrumpen el vuelta y vuelta con el que los británicos adquieren, en las playas españolas, la peligrosa tonalidad del bogavante cocido.
Pero este verano la patera ha encontrado un nuevo pasaje al Valhala, un atajo submarino que en la panza de un camión o entre los rieles del media distancia se recorre a penas en media hora. Los muertos caen en goterones sobre el Canal de asfalto desde el mes de junio, con una voracidad, quizás, menos hiriente que aquella con la que las fauces del Mediterráneo se traga los sueños contados en millares. Pero conviene no olvidar que en el arte de aspirar a una vida digna, lo humano es que la suma se haga en unidades, con olor a ajo, a desierto, sabana o jungla.

Más allá de los aromas que acompañan al que pelea por hacer realidad el derecho universal del libre movimiento, a españoles y británicos nos sobrepasa un drama del que nos encontramos a años luz: nacer a este lado del mundo es un seguro para sobrevivir en un planeta en el que las oportunidades están injustamente repartidas.
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