9 ago 2015

Dos circunstancias añora el hombre estresado: la de pasear por una playa para contemplar el cuadro móvil de las olas que rompen en espumas, la de sentarse ante la candela para perderse en el baile caprichoso de las llamas. El movimiento del agua y del fuego –realidades irreconciliables- contiene una fuerza hipnótica que ayuda a parar el tiempo y hacerlo más sabio. Tal vez por la capacidad sapiencial de estos elementos, el ser humano dio un paso definitivo cuando logró albergar el agua en los primeros aljibes, cuando consiguió replicar la fuerza de los rayos a partir de un golpe de chisquero, de una madera que baila sobre otra madera.
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Los primeros filósofos –así lo estudiamos en nuestro viejo bachillerato- trenzaron buena parte de sus lecciones en el movimiento infatigable del agua y el fuego, así como del aire, propagador de la furia de ambos titanes. Asentaron sus convicciones al verificar el hambre de las llamas que no terminaban de saciarse con el sotobosque mediterráneo, al que convertían en ascuas y, después, en ceniza, calcinación, muerte, nada. Sólo el mar del Peloponeso mostraba músculo, en un pulso entre iguales mientras el paisaje amable del istmo humeaba en pavesas.
El verano trae a España la venganza de Moloch, una inmensa hoguera que es sacrificio pagano por el que se vierten miles de hectáreas de nuestro patrimonio natural. Pinos, encinas, alcornoques…, árboles añosos que conocen el susurro de nuestra Historia son víctimas que se traga el demonio de fauces incandescentes, que también demanda la culebra, el corzo, las nidadas así como todos los esfuerzos de los vecinos, que golpean las salpicaduras rojas y quemantes con cualquier cosa: una chaqueta, el chorro humilde de una manguera de jardín, una palangana que se derrite antes de verter su contenido.

El paisaje es desolador y repetido. Entre los rescoldos se adivina la memoria de toda una vida, los paisajes de la infancia, el amor a un lugar que se ha convertido en otra cosa: una imagen lunar, aniquilada, por la que vaga, en remolino gris, el llanto de un recuerdo perdido, el de tantos agostos en los que fuimos dichosos bajo la fronda, junto al riachuelo, entre la música de las esquilas hoy masticadas por el incendio.      
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