“Aterriza como
puedas” existe, sin necesidad de la hilaridad empachosa de una pantalla de
cine. El comandante, el segundo y las azafatas que subieron con una copa de más
al avión de Air Baltic, vienen a demostrarnos que entre las nubes se
representan tragicomedias por las que los espectadores –pasajeros que confían
ciegamente en quienes les pilotan- no pagan y que, en algún caso, terminan con
muertes que no son de ficción, en las que los destrozos impiden realizar las
autopsias que determinarían que la causa del fatal accidente fue la
irresponsabilidad de quienes llevaban los mandos y de la tripulación.
Surcar los cielos
es un trabajo meritorio, en el que se precisa temple no sólo para mantener con
rumbo cierto la aeronave sino para evitar los escollos de la distancia. Ya se
sabe que los marinos presumían de tener un amor en cada puerto, de sembrar de
hijos ilegítimos las cantinas de los lejanos muelles orientales, atlánticos,
caribeños…, al tiempo que mantenían esposa y prole legal en una lejanía
brumosa: la casa, constantemente añorada. El avión reduce notablemente el
tiempo de los viajes, pero entremedias hay un hogar en el que el padre está
ausente, descansos, hoteles, aeropuertos, soledad que, en ocasiones, turban el
corazón de aquel que se despierta confundido, sin reconocer durante unos
instantes la cama, la habitación, la compañía, la ciudad, el país…
Entre los pilotos
comerciales se murmura acerca de aquellos compañeros que se encierran en la
cabina bajo los efectos de una noche de farra. Algunos justifican en los
kilómetros y la presión atmosférica esas adicciones que nublan la atención a la
que obliga el vuelo, y no pocas clínicas de desintoxicación tienen astros del
cielo entre sus clientes habituales.
El avión es el
medio de transporte más seguro, los números no engañan, pero conviene tener
presente que la ascensión de cada una de esas ballenas de metal es un desquite
a las leyes inmutables de la Física. Sabemos que el alcohol tiende a
evaporarse, singular manera de ganar altura en el afán de crear cúmulos de
whisky, pero el éter perfumado pone las cosas un poco más difíciles a los que
sufrimos de cierta desconfianza cada vez que nos abrochamos el cinturón de
seguridad.