Hacer y deshacer
una maleta es el ejercicio que ofrece la mejor analogía de la vida. Y ahora que
agosto toca a retirada viene que ni pintado recordar que nuestra existencia se
resume en un continuo sacar y guardar el equipaje, que es lo mismo que
alimentar las ilusiones para aprender que éstas no son duraderas; conformarse
con lo que toca en cada momento. Y en septiembre, no hay más tu tía, toca la
cuesta durísima de aceptar la rutina laboral como escenario de este teatrillo,
en el que las vacaciones –en el caso de haberlas tenido- son un respiro, el
“visite nuestro bar” entre la primera y la segunda parte de la obra, entre un
acto y otro acto.
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Sé que hay personas
que prefieren el orden de un día a día previsible (con sus horas de taller o de
oficina) al verlas venir del caótico verano, en el que resulta tan difícil
saber cuántos se van a sentar a comer porque se le ha dado suelta al tiempo,
como si los relojes estuviesen de huelga y lo que contara es el compás que
marca un sol que se hace el remolón antes de esconderse por detrás del mar. Me esfuerzo por comprenderles si son los que
llevan la intendencia de una casa, de un apartamento en el que reina la feliz
anarquía del descanso.
Preparar la maleta
antes de que suene el pistoletazo de salida de las vacaciones, es regresar a la
vocación fundamental del ser humano: la de pasarlo bien en compañía de aquellos
a quienes amamos, ajenos al drástico martilleo de las agujas que marcan el paso
de los minutos, que -con sabor a otoño, invierno y primavera- aplazan los
remansos hasta el brevísimo fin de semana del que cuelga, aburrido, el peso del
domingo por la tarde.
Deshacer el
equipaje es como el final de un cuento, en el que el desenlace dichoso
enseguida se cubre por la bruma del olvido, ya que no es bueno tomar asiento
frente al ordenador con el corazón sujeto a la nostalgia de una noche de luceros.
El cielo estrellado, para quienes habitamos la ciudad, es un prodigio reservado
a la canícula.