La temporada
taurina está que arde por la autenticidad del espectáculo. Entre cornadas
gravísimas avanza el pelotón de los que se enfundan la seda y el oro, así como
entre triunfos clamorosos que hacen de este espectáculo un aliciente para que
España siga siendo tierra de hombres capaces de asumir el riesgo con tal de
pasarse un morlaco alrededor del vientre, dispuestos a crear belleza y emoción.
La Fiesta de toros
no tiene nada que ver con la flamenca de plástico y el abanico hortera. Mucho
menos con el desprecio a uno de los animales más fascinantes. Es la aplicación de
la inteligencia y la destreza frente a una criatura que vende muy cara su vida,
sin otra ayuda que la de un picador que atempera las embestidas, de unos rehiletes
que se colocan a pecho descubierto y que buscan alegrar a la fiera, de unas
telas que se rasgan con el leve roce de los pitones.
En muchas ciudades
españolas los perros y los gatos doblan a la población infantil. La mayoría de
esos animalitos están castrados y su adecuación a los pisos les ha hecho perder
el sentido de su existencia, condenados al aburrimiento de un platillo con
pienso seco. El toro galopa libre, come y bebe a sus anchas, garantiza el
ecosistema más puro de la Península y crece para lucir su bravura.
Lástima que mi
peluquera, como tantos, haya caído en las redes de la estulticia.