La Liturgia va más
allá de las costumbres comerciales, tan
pasajeras, de tal modo que los difuntos, para la Iglesia, poco tienen
que ver con los fastos pasajeros de calaveras y calabazas –a media noche del
treinta y uno de octubre, los escaparates de los comercios de medio mundo
empiezan a colocar los reclamos del Black
Friday-. Muertos, sustos y tratos apenas duran lo que uno tarda en ponerse
y quitarse el disfraz, mientras las rogativas por las ánimas se extienden a lo
largo de todo el mes de noviembre y, de hecho, a lo largo de todo el año, pues
hasta en la feliz fiesta de Navidad el celebrante de la Santa Misa se detiene
durante unos instantes para que los efectos inconmensurables de la Eucaristía
beneficien a las almas que purgan de camino al Cielo.
Noviembre es un mes
triste en lo meteorológico, al menos en Europa, pues el otoño le da la mano al
invierno y el cielo se torna ceniza (panza de burro, lo llamamos aquí), para
arrancar a golpe de viento hasta la última hoja de los árboles caducos. Llueve,
la galerna golpea los cristales, la tierra se convierte en barrizal, la noche
le gana la partida al día y (salvo en las ciudades, donde la Naturaleza parece
haberse rendido a la fuerza del asfalto y de la luz eléctrica) las labores
agrícolas entran en un sopor helado. En noviembre los cementerios, y con ellos
los muertos -tal y como cantaba Bécquer, nuestro poeta romántico-, parecen aún
más tristes, más abandonados, más solitarios, dándole a los entierros un aire
espectral que intranquiliza a los supersticiosos.
Es la superstición
la religión del hombre contemporáneo. Éste reniega de Dios, pero consulta los
augures a cualquier adivino de medio pelo. Por eso el supersticioso entiende la
muerte no como el irremediable final de la vida (lectura de la que podría
apropiarse un racionalista), sino como la peor de las malas suertes. Por eso al
mes de los difuntos lo disfraza –apenas durante unas horas- con los elementos
de un carnaval grotesco: cuernos de Leviatán mezclados con sombreros de bruja,
todo muy histriónico para que quede claro que la única muerte que debe entrar
en nuestra vida es la de un festival más o menos lumínico, cada vez más
beneficioso para los grandes almacenes.
El supersticioso se
ríe de la irrealidad de un esqueleto que baila a ritmo de reggaetón, de una niña amortajada con un camisón comprado en Miami,
pero no soporta la prédica de los Novísimos, ya que estos le obligan a
proyectar la fatalidad de sus albures hacia las tres únicas posibilidades que
trae la vida de ultratumba: el Cielo, el Purgatorio y el Infierno, que no son
esos luceros del new age más grotesco,
en los que los difuntos se convierten en “los que se han ido”, “los que ya no
están”, “los que nos dejaron”, tres modos cursilones que nos ayudan a mirar a
otro lado –una vez más- ante la certeza de que todos, absolutamente todos,
pasaremos por la misma terrible celada.
En Occidente la
muerte es el convidado inoportuno, el secreto maldito que se esconde detrás de
un telón pintarrajeado con todos los placeres que puedan comprarse con una
tarjeta de crédito, la cueva oscura que se oculta a los niños, a los
adolescentes y a esos adultos que tienen cuidado en no derramar la sal, romper
un espejo o cruzarse con un gato negro, como si la vida fuese un cuento sin
final en el que solo cabe la buena o la mala estrella. Por eso nos inquietan
tanto las ceremonias religiosas de noviembre: los responsos, los rosarios
ofrecidos por los difuntos, las indulgencias aplicadas a las almas, las visitas
a los cementerios y, sobre todo, las misas en las que las almas del Purgatorio
reciben el cariño de la Iglesia, comprometida en que su destino no sea otro que
la felicidad eterna, verdad incompatible con las alegrías caducas de este
cansino existir.