Julio Iglesias
publicó un doble disco en concierto, a principios de los ochenta. En España se
utilizó como promoción de su gira más importante, en la que por primera vez un
cantante patrio abarrotaba un recinto tan grande como el Bernabéu, acontecimiento
que en casa vivimos entintados en sepia, es decir, alrededor de un transistor
porque José María García, el célebre “Butanito”, lo radió en directo, como si se tratase de la
final de un Mundial. En la contraportada de aquel álbum (cómo me gustaba mirar
y volver a mirar aquellos LPs, en los que era tan fácil aprenderse los nombres
de quienes se encuentran detrás de cada canción) había una leyenda firmada por el
mismo Iglesias: “El frío se siente cuando las luces se apagan”, modo de hablar
del final de la magia que encierra un espectáculo que hace del artista un héroe
ante el que se rinde el público cautivado.
“El frío se siente
cuando las luces se apagan”, porque los focos se recalientan y no hay parné
para la factura de la luz, luz que es metáfora de la vida, en la que los otrora
cantantes melódicos cuyos trinos venían acompañados de la compostura de un
galán, van perdiendo la voz al compás de los años y las arrugas, aunque se
sometan a la más salvajes de las cirugías plásticas.
El reto del héroe
es identificar el momento en el que su fuerza empieza a flaquear, para hacer
mutis por el foro y así no caer en el ridículo o la conmiseración a ojos de
aquellos que le amaron. Lo explica muy bien la película “¿Qué fue de Baby
Jane?”, en la que el ocaso de dos estrellas del espectáculo provoca la locura
de una Bette Davis consumida por una espantosa vejez, amargada por el eco lejano
de los aplausos.
Julio Iglesias
acaba de sacar nuevo disco (dice que es el último), ahora que le cuesta modular
la voz. Camilo Sesto ha aparecido en televisión con el rostro de una muñeca de
feria y se atreve a entonar un estribillo cuajado de gallos. El retiro,
muchachos, es el secreto de la inmortalidad.