Los sueños, lo
demostró Magritte en muchos de sus lienzos, son una sucesión de absurdos,
cargados de interés para el soñador –sobre todo cuando los experimenta con
intensidad- e intrascendente hilo musical para quien no tiene otro remedio que
escucharlos –mi mujer, por ejemplo, que mientras los describo se bebe el café
con la cabeza puesta en cualquier otra cosa-.
Desde que Freud
tumbara a medio occidente en un diván, la traducción de los sueños (el mundo
paralelo, los reflejos en la caverna de Platón) ha ganado el interés que le
negaron las generaciones anteriores, que no se detenían a contemplarse el
ombligo.
Soñar no es una
actividad exclusiva del ser humano: también lo hacen los animales, al menos los
perros, como he podido comprobar. Algunos menean las extremidades como si en su
fábula disparatada estuviesen persiguiendo una liebre o como si la liebre –no
se admite el sueño si no se admite la pesadilla- persiguiera al can. No así el
gato (el mío, al menos, burgués y azul, como el de Roberto Carlos, roncaba
desmadejado, como un trapo).
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¿Cuál es el origen
de los sueños? Chi lo sa. Porque, ¿quién
es el guapo que se atreve a dictar las razones de lo que sucede en una
imaginación liberada del control de toda voluntad? Mis noches las ocupan,
muchas veces, los muertos familiares, como en una inquietante película de Amenábar.
Se presentan a la puerta de mi casa después de un viaje larguísimo –ha durado
los años que han pasado desde que fallecieron-, para demostrarme que su acabose
fue un paripé. Hay testimonios de hombres y mujeres a quienes los sueños les
trajeron un eco del futuro o la confirmación de que algún ser amado perdido en
la distancia y en los azares, se encontraba bien. Hay testimonios repetidos de
aquellos que se ven en la calle sin zapatos, sin zapatos y sin calcetines, sin
un trapo con el que ocultar sus vergüenzas.
Leo que unos
investigadores españoles han teorizado sobre la actividad selectiva que los
sueños hacen en los sucesos de la jornada anterior, como si fuesen una goma de
borrar. Pudiera ser, pero allí donde no hay reglas, insisto, en la máxima
expresión de la anarquía, de poco sirven los tratados, aunque vengan avalados
por la mejor de las universidades.