Pedro Antonio Urbina,
grandísimo escritor, esteta y entrañable amigo, celebraba las tardes del sábado
un cineforo en su azotea de la calle Serrano. En ocasiones traía un invitado al
que antes había pedido que escogiera la película (invitados que eran periodistas,
poetas, novelistas o personas sin laureles a las que sólo exigía un poco de
buen gusto), de tal modo que, finalizada la proyección, utilizara lo que se
acababa de ver en pantalla para hablar de lo que le viniese en gana, con tal de
que, cuanto antes, el soliloquio se transformara en animada tertulia.
Fui uno de aquellos
elegidos y no dudé en proponer “El pequeño salvaje”, esa joya en blanco y negro
de François Truffaut, que utilizó los sucesos recogidos por el doctor Itard
acerca de un niño que vivió los primeros doce años de su vida perdido en unos
bosques próximos a Toulouse, para regresar al mito del buen salvaje frente a la
rígida socialización, asunto con el que tanto fantasearon los amigos ilustrados
de finales del XVII y del XVIII.
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Tal vez porque la
primera vez que vi esa película, tenía la misma edad que Víctor de Aveyron en
el momento en el que lo cazaron unos campesinos, siento misteriosos lazos de
afecto con ese niño indómito, que se rebelaba contra la mecánica obsesión del
galeno por hacer de su adaptación al mundo una oportunidad con la que encumbrar
su nombre al parnaso de la ciencia racionalista. Me sobrecogía una escena
nocturna, en la que el pequeño Víctor abandonaba el cobijo de su cómoda habitación
para correr al parque aledaño a la casa en la que estaba confinado, ponerse a
cuatro patas y cantarle a la luna o dejar que la lluvia le empapase hasta los
huesos, mientras movía su cuerpo en un prehistórico ritual.
Los cuarenta y seis
días que han pasado esos niños de Malasia en mitad de un bosque, vienen a
decirnos que los cuentos no siempre tienen un final feliz, que la lección que
se disfraza en una fábula puede ser mortalmente dolorosa. El ser humano, que es
rey, cúspide y señor de la Naturaleza, a su vez es el enemigo a abatir por el
susurro de los árboles, el veneno de los insectos, la miríada de hongos que se
multiplican debajo del suelo alfombrado de hojas y por los animales mimetizados
entre los claroscuros del follaje. La Naturaleza no es madre sino peligrosa arcilla
para modelar al ritmo de nuestras necesidades, fiera a la que doblegar para
extraerle lo que nuestra supervivencia exige, mundo paralelo –por su
irracionalidad- al nuestro, en el que bosques, animales, vientos… tienen como
misión mantenernos a raya.