Presumir que uno conoce
la India es un vanidoso engaño, pues no se trata de un país como Bélgica u
Holanda, cuyas monótonas planicies tintadas de gris se recorren en un
estornudo, sino de un continente dentro de otro Continente –una inmensa
matrioska en el interior de otra matrioska aún más grande- para el que el
viajero con aires de descubridor, no tiene vida suficiente. Por otro lado, la
India no es sólo un inmenso e inmóvil pedazo de tierra; la India ha llegado a todos
los rincones del mundo gracias al propósito imperialista de los británicos, que
se aprovecharon de la mano de obra barata sin saber que, en unas generaciones,
allí donde existe un negocio a pie de calle hay un cincuenta por ciento de
posibilidades de que esté regentado por un indio. Puede que el tendero sea el
afluente de varias generaciones nacidas lejos de esa gran ubre ocre y verde, pero
seguro que conserva las más rancias tradiciones espolvoreadas de curry: lengua,
ancestros, tradición, gastronomía, fiestas… que repican el lugar primigenio de
la familia. Nótese que hablo del lugar y no del país, pues en la India hay
tantos orígenes como infinitos topónimos.
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El caso es que,
como tantos viajeros que querían presumir de conocer la India, viajé en sus
ferrocarriles a través de interminables kilómetros y kilómetros de vía, vagones
de tercera, olores, colores, hablas, vendedores ambulantes, revisores, saris,
bancos de madera, té, almuerzos, especias, gallinas, niños, turbantes, ventanilla,
pies descalzos, escupitajos tintados de sepia, paisajes, ganado, noche, ciudad,
tufarada, conversaciones entre murmullos, chirridos de frenos, golpes en las
guías, silbato, billetes, cabezada, sed, letrina, estación, multitud, enfermo,
mendigo, mendigo, mendigo, mendigo… Son las imágenes que, a golpes, me vienen a
la cabeza al recordar los larguísimos desplazamientos en esa serpiente que traía
el eco de la grandeza de la Metrópoli y la decrepitud de la pobreza.
Regresé a la India
diez años después. Habían cambiado algunas cosas: Pepsicola se anunciaba en los
luminosos y en algunas ciudades trabajaban auténticos genios de la programación
informática. De nuevo los trenes, que se abrían paso a través de las barriadas
paupérrimas en las que abundan los descastados, espantosos slums en los que tantos niños sueñan convertirse en actores de
Bollywood. Una estrella del cine –no se les esconde a los hambrientos- presume
de teléfono móvil de última generación. Pulsar esos botones para abrir la
pantalla que se conecta con el mundo, se hace más importante que comer.