El Año de la
Misericordia es, en sí, un Jubileo, es decir, una razón de alegría incontenible
ante el descubrimiento de que el individualismo del hombre contemporáneo es un
invento que perturba nuestra naturaleza, social de por sí; más aún: familiar, a
imagen y semejanza de la relación Trinitaria, que es un juego de dación
desinteresada.
Hablo del
individualismo, un egoísmo de carácter occidental por el que, desde que somos
niños, nos creemos el centro del Universo. Un egocentrismo venenoso que puebla
las ciudades de personas que se pasan los días solas, tal vez con el consuelo
de un teléfono o de un ordenador con el que asomarse a las sonrisas mentirosas
de otros lobos solitarios, perfiles que en muchos casos son el disfraz que
cubre la sensación de que los amigos son pocos, de que la familia está rota y
ausente.
Por eso escribo
sobre el júbilo con el que Francisco nos ha convocado –guiado por el Espíritu
Santo, que decisiones de tal envergadura son respuesta a la voluntad de Dios- a
mirar hacia afuera, incluso si somos nosotros los que nos sabemos abandonados,
perdidos en el hormiguero de la urbe, como Basilio.
Basilio agonizaba
en un hospital de Madrid. Estaba enfermo de sida y no tenía familia dispuesta a
cargar con sus últimos días. Me contó que abrió los ojos en un lugar extraño.
No sabía que llevaba más de una semana en el hogar de la Madre Teresa de
Calcuta. Había dejado de andar, necesitaba pañales, apenas comía, su cuerpo era
todo un ay y su memoria un empacho de errores y vicios inconfesables. No recordaba
cuándo fue la última vez que recibió un abrazo desinteresado, la última que le
acariciaron el rostro sin lascivia, la última que le miraron a los ojos sin
juzgarle.
Se empeñó en vivir.
El entorno que le rodeaba era alegre y pobre. Por eso se empeñó en vivir: en
aquel hogar había pacientes en peores condiciones que las suyas, y faltaban
manos para atenderlos. Me dijo que le llevaron de peregrinación al Santuario de
Lourdes, y que allí le rogó a la Virgen que le curara. Y se curó: el sida quedó
aletargado al tiempo que aprendía de nuevo a caminar y a controlar los
esfínteres. Basilio otra vez era, por caricia del Cielo, un niño que crece.
Me narró su vida
después de verle atender a sus compañeros del hogar de la Beata Teresa, porque
Basilio se ha sumado a la labor de los ángeles de la guarda que cuidan, a sol y
a sombra, a otros enfermos de sida, casi todos con las mismas secuelas con las
que abandonaron a Basilio. Él, pequeño y enclenque, bate el puré para aquellos
que ya no pueden masticar, les hace compañía, les narra sus historietas en el
servicio militar, los despierta, los lava, los viste y hasta los prepara para
el Cielo cuando se adivina el final de tanto sufrimiento. Y, a su vez, es uno
más, otro en ese grupo de enfermos con los que comparte las horas y cada una de
las actividades que las Hermanas tienen dispuestas.
Muchas veces
escuchamos que la fortuna está mal repartida. Que unos pocos lo tienen todo
mientras la mayoría debemos conformarnos con un triste ir tirando… Basilio es
de los primeros: lo tiene todo al tiempo que ha prescindido de los reclamos que
le hundieron en la más inquietante de las enfermedades. Por eso se mueve con
tanta soltura, sin mirarse en los espejos, sin considerar quién le tiene
aprecio y quién no, sin lamentarse de cada herida que jalona su físico, sin
complicarse con una apariencia que le trae al pairo, sin presumir de esas
bagatelas que a los demás nos ocupan, tantas veces, el tiempo y la frustración.
Nosotros somos de los segundos, atolondrados en un melancólico ir tirando,
ciegos ante la bella dimensión de la vida, ligada al olvido de uno mismo y a la
misericordia. Por eso, este Jubileo se ha convertido en una oportunidad.