La Movida de los
ochenta tiene mucho de exagerada leyenda, como las tan traídas carreras delante
de los “grises” (se hubiera necesitado un ejército de policía franquista para
que el inmenso pasacalles fuera real, de tantos como han patinado su currículo
con la resistencia al dictador). En aquellos años disfrutamos de cantantes y
grupos musicales que por renunciar a la pretensión, lograron cierta
personalidad, así como de pintores y fotógrafos novedosos, cuya carrera a duras
penas sobrevivió aquella década urbanita. Y tuvimos a Ramoncín, faltaría más,
“El rey del pollo frito” (¡que viva la monarquía!), que dejó el macarrismo gracias al magnífico vino y
mejor jamón que los camareros de guante blanco le servían en la Bodeguilla.
Aquel rompedor intérprete, que se maquillaba como una pepona antes de pisar el
escenario con sus botas de punta y tacón cubano, sus vaqueros pitillo y su
chupa de cuero, bebió de la ubre de TVE a través de aquellos programas de aire
<<underground>> que nos hacían sentirnos lejos, al fin, de la
España de Paco Martínez Soria y Florinda Chico. Después se cambió una
personalísima nariz de gancho por la de la Preysler, abandonó la chupa y empezó
a presentar concursos, a calentar sillón en las tertulias de Hermida y a
promover el voto para el poderoso anfitrión de la Moncloa.
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Como cabía esperar,
el monarca de la pollería acabó reinando en los despachos de la SGAE, alzándose
en todopoderoso espía de las ondas y los hercios, fiscal de las notas musicales
en las bodas, guardián feroz de los derechos de autor que más tarde se repartían
los de siempre, los esperables, los reivindicativos, los que terminaron por
hacer una gira interminable de conciertos para Víctor, Ana, Juan Manuel y
Miguel; otras veces para Miguel, Juan Manuel, Ana y Víctor.
Ahora que lo juzgan
por unos pagos de la entidad a cambio de humo, Ramoncín se muestra herido
porque el juez no comprende el valor intangible de su talento, genialidad,
polvo de hadas, arte desnudo sin el que esta sociedad estaría perdida.