A Liz Taylor
siempre le sentó mal aquella voz atiplada, construcción de la misma actriz de
doblaje que se encargó de matar al personaje de Tirzah, la hermana leprosa de
Judá Ben-Hur, y no porque llevara al hoyo a la dulce aristócrata judía sino
porque aquella dicción de reverenda madre desdecía de la épica de su
desventura. No así Gilda, que lució en español una voz retadora y burlona, al
ritmo de la sensualidad con la que Rita Hayworth se quitaba el guante. Pero
nunca me gustó la musicalidad boba de una Marilyn pechugona y teñida. Para
doblajes, el de Ingrid Bergman, elegante, de mujer de una pieza, puede que el
mismo que vistió al personaje de Greta Garbo en “La Dama de las Camelias”, que
te engatusa incluso si atiendes la película con los ojos cerrados. ¿Sería la
misma actriz de doblaje que nos hizo temer a cada una de las mujeres que
interpretó Bette Davis? Puede, porque una profesional española del género capaz
era de darle personalidad al castellano de varias actrices norteamericanas a un
mismo tiempo, haciéndolas siempre reconocibles, únicas, con el mérito de que
por entonces a los dobladores no se les otorgaba la posibilidad de hacer
anuncios de televisión ni de presentar concursos en el mismo medio. Aquel
público, de hecho, se llevaba una honda decepción si por algún lado se colaban
unas imágenes con banda sonora original. No importaba que nadie entendiera una
sola palabra de inglés; bastaba con que la actriz tan valorada abriera la boca
para soltar un chorretón nasal y chicloso, incluso si, a veces, antes la
hubiesen escuchado cantar en su idioma original en un musical, aunque… No, por
aquel entonces se doblaban hasta las canciones de los musicales (¿no usaba
María, la niñera del capitán Von Trapp, el mismo soniquete monjil al realizar
los trinos del “Do-Re-Mi…” que la hermana de Ben-Hur?).
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Nuestros actores de
doblaje se encargaban también de ponerle voz a las películas patrias destinada
a la mayor gloria de algún personaje ajeno al cine. Así, Antonio Bienvenida y
Domingo Ortega –legendarios matadores- se sorprendieron al acudir al estreno en
la Gran Vía de “Tarde de Toros”, pues sobre sus acentos sevillanos y toledanos
reinaba la voz de dos galanes. Lo mismo Joselito, “El pequeño ruiseñor”, Lola
Flores (a la que sin dobladora no se le hubiese entendido palabra) o Raphael en
sus años mozos. A todos ellos, sólo se les permitía cantar.
Cuesta creer que esta
industria, tan nuestra, vaya a soltar un último estertor. Se comprende la necesidad
de que hablemos inglés, aunque lamento este sino que nos empuja a arriar las
enseñas que nos hacen reconocibles: un pueblo feliz de ir al cine sin necesidad
de tener que presentar un título oficial a la taquillera.