8 dic 2015

A Liz Taylor siempre le sentó mal aquella voz atiplada, construcción de la misma actriz de doblaje que se encargó de matar al personaje de Tirzah, la hermana leprosa de Judá Ben-Hur, y no porque llevara al hoyo a la dulce aristócrata judía sino porque aquella dicción de reverenda madre desdecía de la épica de su desventura. No así Gilda, que lució en español una voz retadora y burlona, al ritmo de la sensualidad con la que Rita Hayworth se quitaba el guante. Pero nunca me gustó la musicalidad boba de una Marilyn pechugona y teñida. Para doblajes, el de Ingrid Bergman, elegante, de mujer de una pieza, puede que el mismo que vistió al personaje de Greta Garbo en “La Dama de las Camelias”, que te engatusa incluso si atiendes la película con los ojos cerrados. ¿Sería la misma actriz de doblaje que nos hizo temer a cada una de las mujeres que interpretó Bette Davis? Puede, porque una profesional española del género capaz era de darle personalidad al castellano de varias actrices norteamericanas a un mismo tiempo, haciéndolas siempre reconocibles, únicas, con el mérito de que por entonces a los dobladores no se les otorgaba la posibilidad de hacer anuncios de televisión ni de presentar concursos en el mismo medio. Aquel público, de hecho, se llevaba una honda decepción si por algún lado se colaban unas imágenes con banda sonora original. No importaba que nadie entendiera una sola palabra de inglés; bastaba con que la actriz tan valorada abriera la boca para soltar un chorretón nasal y chicloso, incluso si, a veces, antes la hubiesen escuchado cantar en su idioma original en un musical, aunque… No, por aquel entonces se doblaban hasta las canciones de los musicales (¿no usaba María, la niñera del capitán Von Trapp, el mismo soniquete monjil al realizar los trinos del “Do-Re-Mi…” que la hermana de Ben-Hur?).

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Nuestros actores de doblaje se encargaban también de ponerle voz a las películas patrias destinada a la mayor gloria de algún personaje ajeno al cine. Así, Antonio Bienvenida y Domingo Ortega –legendarios matadores- se sorprendieron al acudir al estreno en la Gran Vía de “Tarde de Toros”, pues sobre sus acentos sevillanos y toledanos reinaba la voz de dos galanes. Lo mismo Joselito, “El pequeño ruiseñor”, Lola Flores (a la que sin dobladora no se le hubiese entendido palabra) o Raphael en sus años mozos. A todos ellos, sólo se les permitía cantar.

Cuesta creer que esta industria, tan nuestra, vaya a soltar un último estertor. Se comprende la necesidad de que hablemos inglés, aunque lamento este sino que nos empuja a arriar las enseñas que nos hacen reconocibles: un pueblo feliz de ir al cine sin necesidad de tener que presentar un título oficial a la taquillera. 



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