En la carrera hacia
el precipicio que se cuelga en las grisuras de la nada, la bella mujer que
conduce el telediario del canal público leyó en el prompter el prólogo de una noticia que hablaba de la
<<Navidad de los cristianos, que hoy celebran el nacimiento de
Jesucristo>>, después de haber atiborrado el programa con piezas sobre el
discurso del Rey, la reacción de los partidos al discurso del Rey, el disfrute
de los niños con los regalos de Papa Noel, el peligro para la salud en el
exceso de las comidas navideñas, etc.
El problema no está
en el orden de las noticias, ni siquiera la jerarquización de las mismas (en
ese sentido, qué más da) sino en la distancia que lo oficial mantiene frente a
todo lo religioso, como si la cercanía produjera contagio, el contagio de una
enfermedad tan peligrosa como dolorosa, fatal, preludio de la muerte de la
inteligencia.
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Los pensadores de
salón saben que el opio del pueblo no es la religión sino la aversión a lo
religioso. Esa es la razón de la asepsia ante todo lo que huela a Dios, cuyo
nombre cogen con unas largas pinzas y la nariz tapada, por si acaso. Si por
nuestra historia –aun la historia de ayer mismo, señores, y la que del día de
hoy se escribirá mañana- corre la savia del cristianismo, nada tan oportuno
como desmitificarlo, hacer de él una caricatura de trazos ridículos y grotescos.
La Iglesia, un contubernio de poder y sexo enmudecido. El Evangelio, una
mitificación de un buen tipo al que se le pasó el arroz. Las tradiciones, el
pecado venial de un pueblo estúpido.
El diseño de una
sociedad esterilizada de Revelación, dogmas y moral es la fabricación de un
sinsentido en el que los líderes temporales –un cantante, un actor, un artista
y hasta un líder político- se convierten en mesías, con el complejo reto de
manejar su vejez, su decadencia y su muerte de cajón cerrado, para que nadie
vea como los gusanos también hacen festín de los ídolos. Por eso los medios
hablan de la Navidad cristiana con rigidez; les repugna un Dios hecho niño.