No es cierto que
los roqueros nunca mueren. Se mueren, y a chorros, desde que el rock & roll
dejó de ser una reinterpretación transgresora de la música –ruido a altísimo volumen,
según los padres de los primeros melenudos que rasguearon una guitarra
eléctrica- para convertirse en ese género de sonido antiguo -según los nietos
de esos ancianos venerables que se disfrazan con chupas de cuero y vaqueros
apretados-.
Es lo que tiene la
vida, que nadie la detiene. Lo que ayer parecía el no va más, hoy es el no va
menos. ¿Cómo interpretan mis hijos los meneos de cadera de Elvis Presley, sino como
el vals en blanco y negro de un tipo bastante cursi? Ni siquiera mis hijas
opinan que fuera guapo sino un barbilampiño con un peinado abominable. El Rey
del Rock sólo reclama su atención cuando les narro su penoso final de
lentejuelas, bebido y drogado, con un disfraz de cuellos disparados que apenas
le cerraba la barriga, así como aquella leyenda urbana que lo hizo inmortal,
Elvis con otro nombre y otro pasaporte, disfrutando de los viajes del IMSERSO
por los atolones del Pacífico. Las historias de gloriosos perdedores siempre
atrapan, especialmente cuando les acompaña una fantasía imposible.
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Cuando viajamos en
familia nos debatimos en una pelea generacional. Ellos exigen que ponga su
música en el reproductor del automóvil, música que no es música sino ruido a
altísimo volumen. Mi mujer y yo nos resistimos –más yo que ella, pues el sonido
electrónico que sacude la cabeza, haciendo de cada kilómetro un suplicio
sobrevenido-, aunque tengo más que comprobado que no sirve de nada relatarles
la historia del rock & roll como la gran ruptura en la melodía de la
Historia. Ni el mesianismo de los Beatles, ni la resistencia alcalina de los
Stones, ni la original sonoridad de los Bee Gees, ni el virtuosismo de Clapton
o de Knopfler consigue mover su cabezonería adolescente, que exige ese tipo de
canciones enlatadas, producto de fábrica, minutos de usar y tirar, acordes
indescifrables de instrumentos llenos de ceros y unos.
No es cierto que
los roqueros nunca mueren. Se mueren; vaya si se mueren. En los dispositivos
musicales de la nueva hornada ni siquiera han llegado a nacer.