30 dic 2015

No es cierto que los roqueros nunca mueren. Se mueren, y a chorros, desde que el rock & roll dejó de ser una reinterpretación transgresora de la música –ruido a altísimo volumen, según los padres de los primeros melenudos que rasguearon una guitarra eléctrica- para convertirse en ese género de sonido antiguo -según los nietos de esos ancianos venerables que se disfrazan con chupas de cuero y vaqueros apretados-.
Es lo que tiene la vida, que nadie la detiene. Lo que ayer parecía el no va más, hoy es el no va menos. ¿Cómo interpretan mis hijos los meneos de cadera de Elvis Presley, sino como el vals en blanco y negro de un tipo bastante cursi? Ni siquiera mis hijas opinan que fuera guapo sino un barbilampiño con un peinado abominable. El Rey del Rock sólo reclama su atención cuando les narro su penoso final de lentejuelas, bebido y drogado, con un disfraz de cuellos disparados que apenas le cerraba la barriga, así como aquella leyenda urbana que lo hizo inmortal, Elvis con otro nombre y otro pasaporte, disfrutando de los viajes del IMSERSO por los atolones del Pacífico. Las historias de gloriosos perdedores siempre atrapan, especialmente cuando les acompaña una fantasía imposible.

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Cuando viajamos en familia nos debatimos en una pelea generacional. Ellos exigen que ponga su música en el reproductor del automóvil, música que no es música sino ruido a altísimo volumen. Mi mujer y yo nos resistimos –más yo que ella, pues el sonido electrónico que sacude la cabeza, haciendo de cada kilómetro un suplicio sobrevenido-, aunque tengo más que comprobado que no sirve de nada relatarles la historia del rock & roll como la gran ruptura en la melodía de la Historia. Ni el mesianismo de los Beatles, ni la resistencia alcalina de los Stones, ni la original sonoridad de los Bee Gees, ni el virtuosismo de Clapton o de Knopfler consigue mover su cabezonería adolescente, que exige ese tipo de canciones enlatadas, producto de fábrica, minutos de usar y tirar, acordes indescifrables de instrumentos llenos de ceros y unos.

No es cierto que los roqueros nunca mueren. Se mueren; vaya si se mueren. En los dispositivos musicales de la nueva hornada ni siquiera han llegado a nacer.   
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