Convencido estoy
–que diría el Maestro Yoda- de que nos aguardan lustros repletos de galaxias
muy lejanas, en las que la atmósfera de los planetas más singulares seguirán
siendo respirables para los muchachos de la Resistencia, no como en este
humilde sistema solar en el que, a falta de un Halcón Milenario que nos
transporte a la velocidad de la luz, sólo en la Tierra podemos darnos una
borrachera de oxígeno, polucionado pero oxígeno.
El serial de “La
Guerra de las Galaxias” no es más que el cuento de siempre llevado a un
escenario que es mezcla de futurismo decadente e ingeniería que abusa de la
chatarra. Hay naves que vuelan, sí, con piruetas sorprendentes para gusto del
espectador y mortificación de quienes las pilotan. Hay armas de un fuego de
colorines, para que podamos distinguir de quién proviene el tiro. Hay
humanoides de aluminio, entrañables robots que manejan un idioma que suena a
muelles rotos, bestias peludas que son peluche y gato al mismo tiempo, así como
una caterva de los más sugerentes monstruos de silicona. Pero el argumento, cadena
entre los diversos capítulos tan extrañamente servidos, no es otro que la
sempiterna lucha entre el Bien y el Mal, en la que el Mal parece tener todas las
de ganar, lo que convierte al Bien en la determinación heroica por mantenerse
en la virtud a pesar del peso casi insoportable de la tentación. Vamos, el pan
nuestro de cada día desde que Adán y Eva la pifiaron.
Es una lástima que
las más cercanas películas de la serie hayan caricaturizado a los malos, que
declaman sus diálogos como actores aficionados de teatro. No queda en ellos una
sola esquirla de arrepentimiento que suene creíble, cuando es en el camino de
vuelta, en el regreso del hombre viejo a los brazos limpios de la madre, donde
se concentra la belleza de la redención. Por eso son tan sugestivos los
testimonios de los conversos, hombres y mujeres que renunciaron a una vida
empantanada en el error después de que, sin haberlo esperado, eclosionara la
semilla de Bien que un día, en la brumosa infancia, les sembraron sus padres.
En el corazón de Darth Vader había tierra buena debajo de toneladas de ceniza,
razón de su tierna declaración de paternidad.