Amplío la
fotografía que ilustra este artículo con un gesto de noble asombro: los
carabineros han confiscado más de tres mil bendiciones papales falsas, listas
para su venta, por valor de unos setenta mil euros. Tres mil bendiciones con el
escudo del Papa argentino y una profusión de motivos florarles alrededor de la
fotografía del Sumo Pontífice, así como de las letras góticas con las que está
dibujada cada palabra, en memoria y honor de aquellos sacrificados monjes,
responsables de la siembra de los caminos de Europa con bellísimos manuscritos,
auténticas joyas del arte de la copia.
Se comprende que
los falsificadores tienen que acabar desenmascarados, en justo cumplimiento de
la ley. Sin embargo, estos que comento reciben la admiración rendida de quien
emborrona esta pantalla en blanco. El pulso, la decisión del trazo, el cuidado
del papel escogido, la vistosidad de los colores, el trabajo de amanuense y,
sobre todo, la clarividencia para escoger la ocasión –el jubileo del Año Santo
de la Misericordia-, me obligan a levantarme de la silla y comenzar a aplaudir.
Porque no es lo mismo la reproducción en serie de un bolso de Fendi (los venden
en las calles tumultuosas de Roma cualquier día de cualquier estación),
fabricado en algún país asiático sin cumplir una sola prescripción de
salubridad para el trabajador, que sentarse en una mesa de artista, ante una
lámpara, los pinceles y los botecitos con colores, para desplegar en minucioso
detalles la paciencia característica de un santo Job que, además, tiene el
talento de los mejores rufianes que vivieron en las sucias barriadas de la urbe
que salpica el Tíber, buscadores del momento ideal para lanzar un bocado a la
cartera del peregrino alelado.
Nos quejamos de que
en nuestras ciudades han desaparecido los oficios artesanos, que por ningún
lado encuentras el taller de un carpintero de maderas finas, de un espartero,
de un yesero, de un fundidor o un vidriero. Ya no hay maestros sino piezas en
serie que se realizan lejos del local y que los tenderos despachan con las
manos limpias de quien ya no forma parte del proceso creativo. Por eso vuelvo
una vez y otra a la fotografía del taller de los falsificadores de las bulas y
las bendiciones, y se me ponen los dientes largos de envidia. Ya quisiera para
mí su talento; al menos el artístico.