Llego a mi
escritorio envuelto en un sudor frío y me dejo caer, como sin fuerzas, en la
silla: la báscula del cuarto de baño acaba de soltarme una doble patada en el
estúpido orgullo de quien se había engañado al pensar que comer en demasía no
engorda, fe imposible en que uno puede atiborrarse con los manjares de la
Navidad, es decir, ponerse morado, sin que el físico se resienta, en especial
este cinturón de piel mullida que, a medida que han ido pasando los días de
fiesta, se me desborda por encima de las caderas, prueba de que he abusado del
delito: pavo asado, consomés, capón relleno, pastel de salmón, codornices,
gallina trufada, huevo hilado y gelatina, perdices estofadas, lombarda, merluza,
embutidos, foie, langostinos, gambas,
turrones –muchos turrones: de almendra, chocolate y de yema-, mazapanes,
mantecados, roscos de vino, cocadas, tocinillos de cielo, bombones, flanes,
tartas… y, de remate, roscón de reyes. Un “Festín de Babette” en toda regla,
durante dos larguísimas semanas.
La culpa, como casi
todo en la vida, la tiene la suegra. Al menos la mía. Ante la ausencia de mis
padres, tan añorados, hace tiempo me entregué al matriarcado de mi familia
política, cuyas líneas de gobierno (como ahora dicen los cursis) las redacta ella
en un cuaderno para los menús, toda una estrategia cuajada de inteligencia con
la que tiene atados –y bien atados- a los yernos que tuvimos la osadía de
“robarle” a sus hijas.
La cultura familiar
del fogón, el reclamo de la buena mesa, el cebo de la cuchara, el cuchillo, el
tenedor y los cubiertos para el postre, son imán para la unidad del clan. Da
gusto sentarse a almorzar y a cenar sin saber qué va a salir de la cocina,
midiendo las expectativas a partir de las herramientas con las que nos
llevaremos las delicias a la boca. Una cucharilla junto a los vasos anuncia, a
todas luces, un final cuajado de dulzor, muy distinto a la triste mandarina con
la que durante el invierno rematamos las comidas.
El cinturón de
grasa –he de admitirlo- es el justo pago a tanto disfrute.