Ser hombre es un
arte muy complejo, auténtica filigrana si uno pretende salir indemne en la
lucha por la supervivencia. Por un lado tenemos que manejar los elementos
externos: la calle, el jefe, los actos sociales, los amigos, la familia… Por otro,
realidades informes: las de nuestro interior, que comenzaron a amontonarse en la
primera infancia.
El alma es un
inmenso desván en el que lo guardamos todo. Lo bueno y lo menos bueno. Los
aciertos, los errores y –ojalá- el arrepentimiento. Como no nos gusta dar a conocer
esos bártulos que forman y deforman nuestra personalidad, los cubrimos con
tantas capas como las que tiene una cebolla. Es nuestra imagen pública, el
talante de conquista, de desconfianza, de rotundidad o de no haber roto nunca
un plato. Y entre los bártulos, los complejos, definitivos en el cuajo de nuestra
forma de ser. Para vencerlos hay que conocerlos y aceptarlos, sin pretender
hacer de ellos virtud. El miedo nunca podrá ser valor. Ni la inferioridad,
superioridad. De este modo, el mérito no debe depender de cuotas.
Seguir leyendo en The Objective.
Hablando de cuotas,
la variedad de las razas es una maravilla de nuestra especie. El color de la
piel suele ir unido a una región, a una historia y una cultura, mejorada casi
siempre por el intercambio. Esa historia, sin embargo, en todos los grupos
humanos lleva el baldón del abuso (también de blancos sobre blancos), muestra
de que el hombre que no se sujeta a la moral termina por travestirse en el
macho alfa que se impone entre monos y primates.
Sidney Poitier fue
el primer afroamericano que ganó un Oscar. Después recibió otro más,
honorífico. No ha sido el único ni será el último, aunque entre los nominados
de esta hornada no haya un solo actor de color.
Es triste que la
magia del cine acabe mediatizada por la majadería de las cuotas. Hoy hablan de
los negros. ¿Por qué no de los orientales? A este paso enseguida veremos la
bandera arcoíris reclamando su nominación. Y la de los veganos. Y la de los mayores
de cincuenta años. Y la de los…