Dicen que no hay
que violentar los recuerdos que amamos, que no debemos regresar a los lugares
en los que fuimos felices, que es mejor preservar las experiencias que vivirlas
de nuevo. Lo dicen aquellos que ven la felicidad como una flor seca que se
deshace entre los dedos de quien se atreve a acariciarla, los que sospechan que
la distancia nos engaña porque sublimamos determinados momentos que no fueron
tan dichosos, experiencias que con los años hemos ido disfrazando con lo que
nunca fueron.
Acabo de volver de
Kenia, país donde en mi primera juventud fui tan feliz. Las cosas han cambiado.
Mis amigos han cambiado. ¿Acaso no he cambiado yo también? Y sin embargo qué
dichoso he sido al recorrer de nuevo el entramado venoso de las tierras altas,
de la sabana, golpes de verde selvático y vegetación sedienta en apenas un
puñado de kilómetros.
Seguir leyendo en El Correo de Andalucía
He regresado a un
mundo en el que vida y muerte se anudan desde la infancia en una lucha feroz, en
la que no se culpa al que cae vencido. Los niños mezclan sus juegos con las
exigencias propias de los adultos. Niños que trabajan. Niños que mendigan.
Niños que huyen de tantas cosas pero que, en cuanto hay ocasión, rompen el aire
a carcajadas, unos fabricándose juguetes de cartón, otros haciendo avanzar con
un palo la llanta herrumbrosa y sin radios de una bicicleta.
En un lugar remoto
he conocido a un niño ciego, sordo y mudo, suma de maldiciones cuando todos los
brazos son necesarios para sacar adelante un hogar. Su familia lo entregó a
unas religiosas que cuidan la existencia inquietante del que no puede
materializar sus pensamientos. Se me acercó siguiendo el rastro de mi olor
novedoso, me tomó la mano: la chupó y la mordió con delicadeza para constatar
que no me conocía. Y después permitió que lo aupara, que lo apretara a mi pecho
como hago con mis hijos, al tiempo que me acariciaba el rostro, que me palpaba
la barba, que deslizaba sus dedos por mi pelo lacio.
He regresado.