La familia es el
mejor negocio por el que pueden apostar un hombre y una mujer. Durante los años
de Zapatero, tan críticos para esta institución que es cimiento de la sociedad,
recuerdo haberle solicitado en uno de mis artículos, antes de que se votara una
de sus leyes contrarias a la paz familiar, que viniera a mi casa durante las
horas de los baños, para que se empapara con el carnaval de risas que despierta
en los hijos –inconscientemente- la seguridad de saberse amados y protegidos
por unos padres que han trenzado un compromiso a prueba de todo tipo de
dificultades. Por supuesto, o no me leyó o no creyó que fuera importante la
experiencia que le ofrecí ante la teoría esquizofrénica de sus leyes.
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Pienso muchas veces
en cuál puede ser mi legado. Estoy convencido de que no dejaré huella, al menos
no una huella duradera en la literatura ni en mis habilidades plásticas. Y no
me importa porque la herencia ya está escrita en el alma de mis hijos, que
crecen en un hogar donde no se les juzga aunque se les exige, en el que las
miradas son limpias, en el que la virtud es reconocer los errores y pedir ayuda
para enmendarlos, en el que todos nos alegramos por los triunfos (así, en
minúscula, pequeñitos e importantes de puertas para adentro) y nos acompañamos
en los dolores (también pequeños, sin espectáculo), en el que se hace realidad
el propósito de ser alegres, generosos y sinceros, las tres asignaturas básicas
de la felicidad.