Para la religión
política, la Cámara Baja es más que el Areópago ateniense en el que se
mezclaban sabios y verduleras. Las reuniones de próceres a la sombra de un
árbol, en la plaza porticada, a la puerta de la catedral… acudieron a la Villa
y Corte para fusionarse entre alfombras y corbatas, hasta hacer del Congreso el
sacta santorum de los oradores
públicos, la tribuna en la que la democracia se hace oír, la asamblea del
pueblo, el atril que ha enhebrado la historia parlamentaria de España, con sabor
a regencia, monarquía, trienios, repúblicas, dictadura, transición, felipismo,
Aznar y caída libre desde la malhadada ceja, pasando por las muecas
incontrolables que terminan –por el momento- en este cachondeo que deja corta
la imaginación bullanguera del autor de “13, Rue del Percebe”.
La cosa está para
golpe de Estado. Pero no de sables, Dios nos libre y el ejército los guarde,
sino de los paganini que cumplimos con Hacienda para mantener, entre otras
cosas, a estos simpáticos representantes del pueblo, según dictó el último
recuento de votos, que han hecho de la soberanía (de nuestro mandato para que
se ocupen de lo que es de todos) un festival de gracietas, un póngame usted el
micrófono soy yo quien interpreta el reglamento le voy a decir quién manda aquí
no me da la gana sentarme se te marca el sudor en la camisa remangá ven pa’ca moreno que nos vamos a pegar un beso en los morros.
Seguir leyendo en El Correo de Andalucía
España está para
salir corriendo sin volver el rostro. Han llegado los bárbaros que reescriben
la historia a los terroristas, que tienen la ropa empapada en sangre, y el
personal sin enterarse, sentado frente a la pantalla con una cacerola rebosante
de palomitas, que se besen, que se besen, el disparate nacional enfocado en los morreadores de la barba, que con la
ficción de su amor soviético patinan un odio aprendido en las facultades que
huelen a porro y pasean en andas un monigote de Kim Il-sung,
el presidente eterno.
Me pregunto (nos
preguntamos muchos) si ambos diputados aprovecharon el ósculo para
intercambiarse un chicle mascado. Al de Iglesias, seguro, ya no le quedaba
sabor.