14 mar 2016

Sé que hemos llegado tarde, pues hace mucho que los hogares de medio mundo les abrieron las puertas a través del televisor –una temporada tras otra-. Pero como si mi casa estuviese en otra latitud (somos las Canarias de las familias occidentales), hace un par de semanas que las habitaciones se nos han llenado de zombis (abres un armario y te los encuentras, descorres la cortinilla y están tomándose una ducha), disfraz para la muerte, los otrora bailarines de Michael Jackson con los vestidos rotos en girones y un kilo de maquillaje sobre la piel, consecuencia de haber sucumbido, ante la bajísima calidad de nuestros canales en abierto, a la televisión a la carta, una cascada sin fin de buenas películas y documentales, de series cargadas de premios.

Los muertos vivientes ejercen un atractivo sorprendente sobre el telespectador, que no se pregunta cómo es posible que no se les rompan los tendones secos, que no se les caiga al suelo la quijada, que la piel apergaminada por los meses, ¡años!, bajo tierra no estalle en una nube de polvo.  Pulvis es et in pulverum reverteris, ahora que nos encontramos en Cuaresma.

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Es el embrujo de las series, estas películas para televisión que se alargan y alargan según la fascinación del público y que han venido a devolver el embeleso del hombre por los folletines. Al principio éstos llegaban en las páginas centrales de los diarios –Dumas, Dickens, Tolstoi…-, que salvaban el año gracias a la extensión en demasía de las desgracias novelescas. Con la radio la palabra se hizo voz, tardes de plancha y lágrimas para humedecer las camisas al compás del amor desgraciado de la hija de un terrateniente y un bandido. La lectura de los pastiches de El Coyote y, después, la televisión, setenta años cuajados en capítulos de Crónicas de un pueblo, Verano Azul, El Equipo A o Médico de Familia. A partir del 2000 la serie se ha convertido en elemento de culto, una nueva manera de ver cine, cine en pantalla de litio y sin límites de tiempo. Actores de primer orden que han renunciado al reclamo de la gran pantalla por la seguridad de sesenta horas, si no más, pagadas a precio de oro.




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