A veces salgo de
casa cuando la ciudad duerme, obligado a tomar el primero de los trenes de
larga distancia que Madrid bombea hacia muchas de las capitales de provincias.
Me gustan esas horas en las que la gente buena y la menos buena tiene la conciencia
atrapada por los sueños, cuando los haces de luz de las farolas rompen la
oscuridad y las calles parecen inocentes, como si la actividad desenfrenada de
la urbe fuese una gran mentira. Desde el taxi, camino de la estación, me llama
la atención una mujer junto a un parterre. ¿Qué hace a esas horas solitarias?
Pasea al perro. Y no es la única. Aquí y allá van y vienen paisanos a los que
la mascota les ha sacado de la cama para hacer un primer pipí. Me asombra su
capacidad de sacrificio –mortificación lo llamaríamos si el fastidio tuviera un
sentido religioso-, sobre todo la de aquellos que, además, se han molestado,
con las legañas pegadas a los ojos, en vestir a su perro con un abriguito que
le proteja del frío.
Yo también tengo
perro, un animal de compañía al que aprecio y que, en efecto, me acompaña
cuando salgo de paseo o nos vamos de excursión. No es la alegría de la huerta,
sobre todo con los extraños, y vive obsesionado con comer. Cuando acudo a una
tienda del ramo a comprarle pienso, no salgo de mi asombro al descubrir la expansión
de ese negocio. Hay algunas cuyo tamaño compite con el de los supermercados,
lineales atiborrados del nombrado pienso, de comederos y bebederos, de correas,
peines y cardas, de toda clase de ropa canina, de viseras para el sol y botitas,
de premios y aperitivos… Gatos, hurones, roedores, pájaros y reptiles también tienen
sus secciones propias. En la caja, de colofón, encuentro anuncios de
psicólogos, masajistas y hasta gurús del yoga dispuestos a atender a tu mascota
a un precio imposible para la mayoría de los bolsillos.
Las redes sociales
están copadas por fotografías y vídeos que pretenden demostrar que los animales
domésticos –a veces, también los salvajes- tienen reacciones de una humanidad
ejemplarizante: el abrazo de un labrador a un niño desvalido, la amistad entre
una gaviota y un delfín, el caballo que es un caballero ante una vaca lechera… Deseos
imposibles, sublimados por aquellos que, si tuvieran que elegir, se quedarían
con su perro, su gato o su hurón antes que con el resto de la humanidad.
No niego que algunas
mascotas –sobre todo los canes- expresen una querencia afectiva. El mío hace
cabriolas cuando llego a casa, un número cuasi circense que me tiene reservado
(por algo soy el encargado de rellenar su escudilla). Y se tumba a mis pies con
paciente fidelidad mientras escribo. Pero, puestos a elegir, no tengo dudas de
que prefiero a cualquier persona, incluso si no estuviésemos bien avenidos,
pues lo que en la bestia son solo compases del instinto (más o menos elaborados
según cada especie), en el ser humano es un caleidoscopio en el que cabe la
esperanza de lo bueno y hasta lo sublime.
En España están
floreciendo las necrópolis para quienes los genios de la venta llaman “tu mejor
amigo” (¡pobre quien tenga por mejor amigo a una mascota!), una tumba de
granito, un columbario, la posibilidad de convertir las cenizas del perro o del
gato (también de la gallina, digo yo) en un diamante con forma (también digo
yo) de colmillo o espolón. No es algo nuevo, lo sé. Los habitantes de la vieja
Europa llevan años desfilando con gravedad hacia la tumba del caniche. También
en los EE.UU. el enterrador ofrece al dueño del camaleón lanzar la primera
palada de tierra sobre la caja de pino o cerezo. Y en Japón -país pasional, a
pesar de la aparente frialdad de su gente- comercializan toda una gama de
productos de lujo destinada a estos personajes de cuatro patas, con la que hacen
su agosto por el resto del planeta.
Me resulta sencillo
dejarme llevar por la demagogia: enfrentar en un cristal a cualquiera de esos
animales que exigen carísimos tratamientos de peluquería con un niño de la
calle de cualquier barriada miserable. Pero no lo voy a hacer porque son
realidades distintas (la distinción la marca la dignidad intrínseca del hombre)
y porque no es malo poner los esfuerzos que cada cual juzgue necesarios en
beneficio de las bestias, que también son criaturas de Dios. El problema
aparece con la sustitución de los afectos, cuando el corazón se cristaliza ante
las necesidades de los demás y se rompe en arrobos con una mascota.