A lo largo de la
semana, mientras las calles eran un denso río de penitentes, cofrades,
hermanos, bandas y público, muchísimo público, casi no ha habido periódico al
que no se haya asomado un laicista malhumorado, reclamando a cara de perro la reconversión
de las fiestas religiosas en una celebración asépticamente civil, en las que no
se pueda recurrir a tradiciones vinculadas a la fe –la cristiana, precisemos,
pues nos corresponde a causa de nuestra civilización y a la fidelidad de nuestros
ancestros, así como a cada uno de los católicos que nos sentimos orgullosos de nuestro
bautismo- que juzgan contraria a las buenas manera de una sociedad democrática,
en la que las creencias no deberían abandonar los guetos del templo y el hogar.
Los laicistas,
también aquellos que firman columnas en los medios de comunicación, no aceptan
la sana convivencia entre la práctica católica –que en ocasiones contadas y
avisadas, toma la calle no solo en beneficio de los creyentes sino de, por
ejemplo, el prestigio de un país marcado por una cultura arraigada- y el
cumplimiento de las leyes (¿qué leyes?). Tal vez les moleste la belleza de la
imaginería, el redoble de los tambores, el golpe seco de los bombos, el grito
dramático de los instrumentos de viento, el aroma de la cera y lo intransitable
de las vías públicas, aunque mucho me malicio que su problema es la existencia
de un Dios revelado que aseguró estar por encima de los césares y sus
decálogos, siempre pasajeros.
Me alegra, por
tanto, constatar que la sociedad camina a un ritmo distinto al de los biempensantes;
que los ciudadanos de este mundo tasado por los mandatos de las urnas confían
más en el Cristo que pende de una cruz y en su madre, que en las pretendidas
normas de la convivencia aséptica de los intelectuales de salón, que en vez de
incensar a una Virgen o a un santo lo hacen a un libro de preceptos, con sus
correspondientes delitos y sus consabidas penas.
Me alegra, sobre
todo, la novedosa costumbre de que, después de procesionar, nos felicitemos la
Pascua de Resurrección y no el regreso a la monotonía reglada por los
ordenamientos.