Guy Delisle narró
con sus dibujos sin pretensiones cada micra de cemento de la gris Pyongyang, la
tristísima capital de la más triste Corea del Norte, el país de la delación, en
el que nadie está seguro de nadie, donde los campos de concentración y
exterminio son insaciables agujeros negros, sumideros hacia la nada, que es la
muerte de quienes no dejan estela, hijos del último monstruo concebido por el
marxismo burgués.
Pyongyang es una
sucesión de apariencias de hormigón, cristal y mal gusto -solo fachada-, con un
interior de pasillos solitarios para los que no quedan fluorescentes con los
que proyectar la sombra del hombre invisible, un turista al que nadie espera y
para el que se construyó el escenario de la más grande de las imposturas.
Delisle traza una
ciudad muerta por la que descienden sus aviones de papel entre los fantasmas,
hombres, mujeres y niños que no alzan la cabeza porque el régimen les ha arrancado
la curiosidad, estímulo de quienes estamos vivos. En sus viñetas nos muestra
cómo se quiebran los cuellos ante los suras del presidente eterno, Saurón de
ojos oblicuos que como la caca que flota en las olas, siempre regresa a la
orilla.
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Kim Jong-un es el
segundo reflujo del padre del más oriental paraíso del terror, un monstruo
reencarnado bajo el disfraz de Kung Fu Panda, lozano y paseante de un
inclasificable tupé, un dictador que en su apariencia y en sus actos suma todos
los dejes del villano, un general en jefe que bien merecería ser destronado por
Spirou de una manera grotesca. En su desquite, la formación que recibió en
Berna, donde además de relojes de cuco, chocolate y queso, en sus écolés confeccionan la incultura de los
hijos de la muerte, aprobados a precio de oro.
Prefiero no
imaginar las viandas que pasan por la mesa de quien es representante de un
pueblo sacudido por las hambrunas, que hace del arroz y el barro su único
manjar. Prefiero no realizar un paseo onírico por las estancias de sus
palacios, pues me resisto a tener que guiñar los ojos ante sus retretes del más
noble de los metales. Él los quiere brillantes, lustrosos, amarillos como los
fogonazos de sus cohetes retadores.