He visitado y
participado en ferias de muchas localidades de España, pero también en ciudades
y pueblos de otros países europeos, norteamericanos y de Hispanoamérica.
Incluso en las lejanas Filipinas y en el África vegetal he tenido ocasión de conocer
las fiestas con la que se celebran de manera lúdica las más variadas
circunstancias, algunas de ellas sostenidas en razones religiosas, tradiciones
ganaderas otras, sin haber entendido muy bien el motivo en buena parte de las
demás. Y siempre he sacado la conclusión de que el ser humano ha nacido para la
dicha disfrutada en comunidad, con los cercanos y los visitantes, con los que
organizan –casetas, puestos de comida, juegos, música y bailes…- y los que
gozan, entre ellos los curiosos, inevitables en toda feria que se precie.
Hay ferias en la
fría Dinamarca e incluso más al norte. Y en nuestro país se conocen semanas
grandes vinculadas a Vírgenes y a santos, a cosechas de cereal y vendimias, al
arroz y al tomate porque cualquier ocasión es buena para detener el ritmo
cíclico de los días y juntarse con el vecindario más próximo, con el del otro
extremo del pueblo, la ciudad o la provincia y hasta con los extranjeros,
algunos de los cuales –célebres- han quedado vinculados por los años a esas
razones locales para la juerga.
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Y con la feria, en
nuestras regiones y en las regiones de la América india y mestiza, el toro
bravo, tótem de la fiesta, desafío para la diversión, el juego que da categoría
a las celebraciones, perseguido por el pensamiento blando que en todo busca una
prohibición para terminar de diseñar al hombre y a la mujer dúctil, moldeable
al gusto de las instrucciones de un mundo en el que sólo existe la voluntad
dirigida, sin espacio para otra emoción que no sean las palmas para el líder en
el mitin celebrado en esas mismas plazas, sobre esa misma arena, en las que
todavía hacemos de las ferias un desafío en el que se mezclan valor y
sabiduría; tradición y belleza; arraigo y arte; luz, color, brillo, sangre, calor,
moscas, clases sociales y democracia, auténtica democracia en la que el pueblo
dictamina el éxito o el fracaso del héroe, sin necesidad de estúpidos
eslóganes.
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