A partir de los
doce años –o cuando quiera que los padres, los abuelos, los tíos u otro idiota
les regale un móvil- los niños dejan de dormir. El sueño se les rompe como
pompas de jabón cuando, al declinar el día, las horas que deberían dedicar al
juego creativo, a la lectura, a la tertulia familiar se ve asaltado por una
pantalla. No una pantalla comunitaria, esa del televisor a la que (lo cuentan
las películas españolas en blanco y negro y hasta las tiras cómicas de Bruguera
y del TBO) se sumaban parientes y vecinos, sino las pantallas individuales, agujeros
abiertos a los círculos del infierno de Dante, tanto da que muestren a un
muñeco animado que debe sobrevivir a cientos de pruebas o a un rapado que le
suelta una patada a una chica que pasea por el parque mientras otro desgraciado
graba la escena entre carcajadas.
Los niños dejan de
dormir porque tienen las manos imantadas al móvil. Lo quieren a todas horas
(también las tabletas que no marcan números de teléfono), incluso cuando
deberían dejarse acunar por Morfeo para disfrutar, como Little Nemo, de la
aventura mutante y surrealista de la noche. ¡Pobres criaturas! No son capaces
de imaginar la casita de chocolate de Hansel y Gretel, pero sus ojos presencian
en soledad la inmundicia de los hombres, un vertedero de violencia y lujuria en
el que todo se vende, se rifa, se subasta. Hasta el alma misma cabe en el
rectángulo iluminado que atrapan codiciosos como quien tiene preso al mundo,
dueños de un universo virtual para el que no es necesario la familia ni los
amigos, los juegos ni Dios.
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No son los únicos que
entregan las horas sacras de la madrugada a pelearse a golpe de botones, a
asistir en primicia a la proyección en
streaming de la nueva temporada de un serial televisivo o a enviar mensajes
a las inicuas comunidades del wasap. También sus padres le hacen muescas a la noche
con una pantalla delante de la inteligencia, haciendo del silencio y la
oscuridad una boca del lobo en la que no hay testigos, poniendo toda la carne
en el asador para no poder rendir al día siguiente, para acabar -¡el Cielo no
lo quiera!- empotrados contra la mediana de la autopista con un teléfono entre
los dedos.
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