En el corazón de
Europa es habitual el farisaico juego de echar balones fuera. Consideramos que
nuestra larga historia nos exime de muchas faltas que consideramos propias de
los bárbaros, término cargado de ambigüedad, pues lo mismo lo aplicamos a los
pueblos del otro lado del océano como a los europeos del Este y del Oriente, a
quienes consideramos personas no merecedoras de nuestro barniz de civilización
occidental, a pesar de que ellos conservan -en muchos casos- con mayor esmero
las raíces de una cultura auténticamente europea, sin las intromisiones de un
mundo que se globaliza desde Wall Street y el Silicon Valley. En el corazón de
Europa hemos hecho común la triste mezcla de nuestra civilización cristiana (enraizada
en lo mejor de Roma, en lo mejor de Grecia) con esa ola del pensamiento blando
diseñada en los areópagos del New Age.
Entre otras
consecuencias, la hipocresía europea nos hace entender que hay comportamientos deleznables
que son propios de quienes no tienen nuestra grandeza intelectual. Por eso, por
ejemplo, hablamos de “repúblicas bananeras” al tiempo que entronizamos nuestras
viejas democracias repletas de vicios, haciendo oídos sordos y ojos ciegos a los
ordenamientos jurídicos emponzoñados con tantas leyes contra natura. Lo mismo
nos sucede con la corrupción, «mal endémico de África», decimos,
«mal endémico de América», sentenciamos, librando de la epidemia a
los Estados Unidos por los que campean Obama y Trump, ese republicano con
nombre de pato animado.
El Papa dedica durísimas
palabras a la corrupción en la Bula con la que ha convocado este Año de la
Misericordia. La vincula, incluso, con
los asesinos que conducen a Cristo hasta el patíbulo de la Cruz. Pero no se
refiere a ella como un pecado localizado en una parte del planeta, sino como
«una llaga podrida de la sociedad». En esa sociedad veo a la mía,
la europea, la Occidental, la que eleva el dinero, el poder y el éxito a la
categoría de dioses del mundo liberal, de la muy señorial economía de mercado.
Insiste en Papa (en
el texto de la Bula) en que «ninguno puede sentirse inmune de esta
tentación», porque es cierto que en el corazón de Europa hemos
disfrazado la corrupción con el uniforme de un sátrapa cargado de medallas y
galones, como si sólo los dictadores y sus ministros fuesen ejecutores de tan fatal
comportamiento, cuando basta un examen de conciencia sosegado para descubrir
que está mucho más cerca de lo que pudiéramos creer, asentada en algunos de
nuestros comportamientos tamizados por las buenas maneras y ese deje maldito de
superioridad.
Los bárbaros no son
necesariamente corruptos, a pesar de que sea casi imposible no encontrar en
tantos países lejanos (respecto a nuestra geografía) administraciones que no se
rebocen en toda clase de tratos deshonestos que benefician los bolsillos de
unos pocos. Los habitantes de la vieja Europa, por el contrario, estamos
demostrando que sí lo somos. Y no porque ahora afloren –al menos en España-
numerosos escándalos, jaleados por la prensa, que conducen a nuestros políticos
primero a los juzgados y después a prisión, sin que nadie devuelva el dinero
público robado, sino porque las corruptelas forman parte de nuestro sistema de
bienestar. Corruptelas domésticas, de andar por casa, proporcionalmente
pequeñas comparadas con las de los grandes capos del pillaje. Corruptelas
medianas, en las que entran en juego pagos, impagos y toda clase de
injusticias, porque el dinero no es el único elemento capaz de corrompernos.
Para sanar un
estado generalizado de corrupción, se hace indispensable la verdad, que dicen
que es el reflejo de la humildad. Humildad para reconocer lo que fuimos, lo que
somos, lo que dejamos de ser. Humildad para enmendar y, de nuevo, volver a ser
libres. La libertad es el eje de toda civilización meritoria.
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