20 jun 2016

En esta misma columna, hace un par de semanas, narré mi desinterés por el fútbol como una prenda con la que llegué a la vida y que me distancia –lo reconozco- de muchas conversaciones que, como un mantra, versan sobre las virtudes de tal o cual equipo. Sin embargo, en esta ocasión quiero romper una lanza a favor del que llaman “deporte-rey” al tiempo que tomo carrerilla para sacudir –con la violencia sin violencia de las palabras- a tantos energúmenos que entienden la hinchada como una religión pagana, una secta que traviste la sana afición en un odio desatado que desea la muerte del forofo rival y, por si los deseos precisaran ejemplos, se lanzan a calles y plazas para propinar navajazos, golpes, pedradas, arañazos y mordiscos, brutalidad en suma, que convierte a estos criminales en algo mucho peor que una piara de verracos.

Un campo de juego es justamente eso, un campo de juego, en el que se conjuga uno de los verbos más bellos, reservado a la creatividad de los niños y, en este caso, al genio de quienes son capaces de recorrer incansablemente una hectárea de hierba con el propósito de meter gol y defender la propia portería. Ante esta básica descripción, no se puede permitir que el deporte en equipo, que debería ser un compendio de virtudes, la máxima de la habilidad entre caballeros, derive en una guerra sin cuartel. Y si para conseguirlo fuese necesaria la suspensión de un partido, la expulsión de un equipo, el punto y final antes de tiempo de una competición, que quien tenga autoridad lo ordene y haga cumplir.

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No me chupo el dedo: la sensatez está impedida porque el fútbol es una de las máquinas más poderosas para generar dinero: fichajes y traspasos cuyos números escandalizan, esponsorizaciones, difusión por televisión, venta de entradas y material deportivo, publicidad así como beneficios en hostelería convierten en utopía la razonable exigencia de que se aplique la Ley y el orden. Parece que para las autoridades –empezando por las deportivas- poco vale la vida o la integridad física de quien tiene la mala suerte de cruzarse con los vándalos de una hinchada, incluso la de los propios vándalos que están dispuestos a matar y a morir entre vomitonas de cerveza, o la de los agentes del orden público acorralados por la bestialidad.





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