La pederastia se ha
convertido en un maldito tropezón de la actualidad. No hay semana en la que no
caigan, como frutas podridas, varias noticias acerca de la detención de
depredadores de niños en cualquier lugar del mapa, lo que celebramos la gente
de bien, que en este mundo paranoico somos mayoría aunque no lo parezca. Lo
celebramos con estupor, claro, porque encoge las entrañas que existan quienes
se sirven de la confianza o la autoridad para abusar de un pequeño, para
quebrar su integridad, dignidad y equilibrio para los restos. No hay perdón
humano y dudo –duele pensarlo- de que haya perdón de Dios, porque ¿cómo se
resarcen estos crímenes que convierten la vida de las víctimas en un pozo en el
que las falsas culpabilidades se alzan como fantasmas de légamo?
Quisiera saber por
qué no hay autoridad que investigue qué está pasando para que la pederastia sea
alimento que se traba un rato en la garganta pero que, a fuerza de repetición, indiferencia
y olvido, termina por pasar. ¿Qué fue de los detenidos de hace dos, seis,
quince meses…? Me refiero a los mirones que traficaban y consumían pornografía
infantil, una lazada cada dos por tres, gente de toda condición y pretendido respeto,
su vecino, mi vecino. Entran en las columnas laterales del periódico al mismo
tiempo que salen de la comisaría a la espera de juicio. ¿Cuál fue su execrable
recorrido para que acabaran enfangados en el peor de los vicios? ¿De qué modo
descabezaron su conciencia? ¿Qué pasos dieron para terminar cuajados de
lepra?...
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Ojalá supiéramos,
por voz repetida de algún psiquiatra, dónde está la causa de esta horrible
multiplicación. Sé que hay perfiles patológicos, que en ningún caso excusan el
delito, como sé que las patologías se alimentan del sustrato por donde se mueve
el individuo. Y aunque tire piedras contra mi tejado, desde esta columna acuso por
banalización a la mayoría de los medios digitales, que reclaman la atención de
los lectores con flashes propios de una sex-shop.
Es el sexo
convertido en espectáculo empalagoso, la población atrapada por el anzuelo de las
gónadas que interesadamente se lanzan desde la prensa, la radio y la
televisión. Sexo, sexo, sexo…, escondiendo el precio que se paga cuando el
juego se transforma en obsesión, la obsesión en voracidad, la voracidad en
crimen.
Puede que la
pederastia, como tal, no tenga espacio en los entretenimientos que acabo de
citar. Puede que los consumidores de pornografía adulta se indignen por mis
palabras. Puede que la explosión de esta clase de barbarie no esté relacionada
con la impudicia que todo lo tiñe. O puede que sí.
Que los que mandan
den voz a los expertos.
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