Durante los últimos
días de junio y los primeros de julio, los aeropuertos de España son un
hervidero de grupos de adolescentes cargados de mochilas, braquets y granos, con gesto de sentirse perdidos ante la aventura
de marcharse, por primera vez, lejos del regazo de sus padres. La isla coronada
del Brexit y la entrañable Irlanda son su destino. De hecho, quien alguna vez haya
viajado a los islotes del fish & chips
durante estas calendas, habrá encontrado, no sin cierto disgusto, que no hay
aldea, pueblo o ciudad en la que no se eleven los gritos de nuestros jóvenes patrios,
en ese habla desenfadada, incorrecta y pobre que confunden con el español.
Las islas de la
patata y el guisante hacen caja a nuestra costa. También los Estados Unidos de
Norteamérica, el Canadá anglófono y hasta Australia (para los bolsillos pudientes),
y Malta, por extraño que parezca, en donde se enseña un inglés asequible a las economías
de andar por casa. Lástima que en España –cuna de la lengua de las lenguas, la
tercera más hablada de todo el planeta- no sepamos sacarle rédito al mismo
invento, cuando el interés por el uso de la eñe no conoce fronteras. Lamentablemente,
hasta el momento sólo ofrecemos paellas y gambas a la plancha, hoteles con
encanto y pensiones para las borracheras mediterráneas del hooligan rubicundo, sol garantizado, arte por todas las esquinas y
una moral decadente que al extranjero marrajo le abre las puertas a toda clase
de excesos.
Seguir leyendo en El Correo de Andalucía
El Instituto
Cervantes es un magnífico invento que ha despertado la pasión por el Quijote en
idiomas donde no hay traducción para “bacina”, “jamelgo” o “nobleza”, lo que me
parece digno de estudio. Sin embargo, todavía no ha logrado que la economía
española engorde un poquito gracias a los cursos de español en la Península.
Academias, residencias y familias de acogida podrían ser un nuevo motor de
alegrías. Y como sucede en los cursos de inglés que cursan nuestros mozos y
mozas, también garantizaríamos que –por los 2.500 o 3.000 euros que paga cada
padre- los inscritos apenas aprenderían nada. La Gran Vía, el barrio de Santa
Cruz, la judería cordobesa o las bodegas de Jerez y El Puerto serían un
guirigay de imberbes voceando sus idiomas de cuna, con los que haríamos, sin
duda, el agosto.
0 comentarios:
Publicar un comentario