Como trabajo con
adolescentes, muchas veces acuden a mí con dudas acerca de su futuro
universitario. No saben por qué decantarse cuando se encuentra ante varias
posibilidades para las que se sienten aptos. Con el propósito de desconcertarles,
les digo que no importa absolutamente nada su elección, salvo que tengan
previsto el estudio de una carrera técnica, aunque también en ese caso les
indico que las horas que entreguen a memorizar los manuales de las distintas
asignaturas, serán las más improductivas ante lo que el futuro espera de ellos.
En suma, mi juego quiere empujarles a la lectura, una lectura selecta pero sin
pausa; cuatro, cinco, seis años leyendo sin descanso hasta completar el listado
imposible de las obras maestras. Ese bagaje es más que suficiente para que
triunfen, cualquiera que sea su empleo, ya que nuestra vida laboral la ocupamos
en desentrañar el misterio del hombre. Si terminan por saber domeñar semejante
interrogante, ¿quién duda de que conquistarán al jefe, se ganarán el aprecio de
sus colegas y la confianza de sus clientes?
Insisto: para
entender al ser humano basta la lectura, pues del hombre trata todo lo escrito
desde que alguien tomó un punzón para arañar una pastilla de barro. No hay
evolución tecnológica que valga –poco importaría si ya estuviésemos veraneando
en Marte- capaz de fabricar un hombre nuevo y distinto al que, por ejemplo,
llena las innumerables páginas de la Biblia. En sus diversos relatos y estilos,
el texto sagrado hace una radiografía completa de nuestras virtudes y defectos,
de nuestras luchas y pasiones, de nuestras grandezas y villanías, de la
santidad y del pecado. No hay ningún comportamiento que no esté descrito por
los autores bíblicos, quienes, además, llevan el níhil óbstat de Dios.
Son conocidas las
traiciones del pueblo judío a Yahvé, después de que Éste les hubiera liberado
de la esclavitud del faraón. En el becerro de oro ante el que se postraron (dada
la paupérrima situación de los deportados, sería un monigote de algún metal
humilde, posteriormente dorado), también se compendian todos los dioses del
mundo contemporáneo, incluso la democracia cuando ésta se entiende como un
absoluto y la pronunciación de su nombre excusa cualquier atropello bajo el
amparo de la mayoría.
Esta visión tan
actual de la democracia –una deidad parlamentaria, representada por unos pocos elegidos
que deciden en nombre del resto de la sociedad- tiene como hito la formación de
la conciencia débil, en la que el individuo se ha convencido de que junto a su
voto va, además, su rendición. Por eso se elevan sobre altares profanos todas
esas leyes contrarias a la naturaleza humana, sin que chiste apenas nadie. Por
eso los gobernantes se arrogan la capacidad de regular normas que van más allá
de los límites de una sana convivencia, con el único fin de crear un mundo
alternativo en el que la única regla moral sea la que dictaminen las Cámaras.
Por eso los políticos, en general, recelan de las instituciones que llevan
siglos resistiendo los caprichos del Rey Sol, guiándose por algo tan distinto
como la Revelación y la Ley Natural, muy superiores a la vida breve de casi
todos los regímenes con los que, lícita o ilícitamente, hemos querido ordenar
la Historia.
España está
viviendo años convulsos, en los que el Estado, los partidos y los políticos han
fundido sus propios becerros de metal, a los que pasean y exhiben con la
demagogia de quien vocea la piedra filosofal. Esa demagogia se aúpa en el atril
de la democracia. De la democracia entendida no como el gobierno de todos, en
el que la sociedad confía la gestión de lo público con el mandato de ofrecer un
especial cuidado a los más frágiles, sino como el justificante con el que se
diseña un país a mayor gloria de la ideología –derecha, centro, izquierda… poco
importa-, que tras el debacle de las ideologías no es otra cosa que la
ingeniería para la elaboración de un ciudadano servil, manipulable,
intelectualmente débil, incapaz de plantearse una sola de las preguntas
trascendentes que definen nuestra especie.
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