Se habla de los
“Papa-boys” como de una suerte de adolescentes enajenados, prestos al grito
histérico al paso del hombre de blanco, chavales de hucha del Domund con cierto
aire de niños de papá que visten ropa cara -al estilo del Pequeño Nicolás-,
muchachos imberbes, muchachas atolondradas, todos ellos admiradores de Sor Citroën,
que con tal de viajar barato capaces son de cruzar Europa en autobús para seguir
al Francisco como de comprar un billete de interrail para ir detrás de un
vendedor de humo, si es que el Pontífice no es el vendedor del más atolondrado
de los humos.
Es una visión
simpaticona de los cientos de miles –millones, tal vez- de chicos y chicas que,
en esta ocasión, han llegado a Polonia, nación del Papa santo que tuvo la
ocurrencia de estos encuentros mundiales de muchachos repletos de granos. Tan
simpaticona como mentirosa, aunque aceptemos que entre semejante masa humana cabe,
incluso, algún fan de Gracita Morales al volante del coche francés.
Comprendo que no es
fácil aceptar que no hay un solo corte de joven, que no todos se mueven por los
intereses mundanos de una vida hedonista, aunque no dejen de ser destinatarios
de toda una maquinaria invasora de productos que invitan a ese hedonismo sin
fondo, porque los que viajan a las Jornadas Mundiales de la Juventud no surgen,
como por sorpresa, de una madriguera que conecta con un mundo irreal sino que
son parte de esa juventud sometida al imperio del capricho y la decepción.
Comprendo que
tampoco es fácil de medir el efecto de las sucesivas JMJ en la juventud
mundial. En primer lugar porque los participantes en aquel primer encuentro de
Buenos Aires, pintan sus primeras canas. En segundo, porque lo propio de los
cristianos, una vez acaba el festival, es volver a sus lugares de origen para
esparcirse, como levadura, en la masa del mundo. A fin de cuentas, ¿qué son un
millón, dos, de chavales entre la población del mundo? En tercero porque los frutos del Espíritu no
tienen medición y eclosionan cuando Dios quiere, aunque mi experiencia me dice
que, sólo en España, el seguimiento de los jóvenes al Papa a lo largo de los
últimos veintinueve años tiene mucho que ver con una Iglesia que no se desinfla,
a pesar de los pesares.
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