23 ago 2016

“La saga de los porretas” copaba la sintonía de la radio en el autobús que nos conducía al colegio. Antes de comenzar un nuevo capítulo, un locutor anunciaba el número del episodio de las aventuras y desventuras de aquella familia –muy a la española- compuesta por una nuera, hija casadera, abuelo y un jefe, reparto de personajes parecido al de los geniales Ulises del TBO, a quienes lo único que les angustiaba era protagonizar algún “bochorno” ante sus vecinos de la casa de pisos de la ciudad o de su vivienda de vacaciones, en un pueblo encantador llamado San Agapito.

La sucesión de desdichas de las familias Porretas y Ulises me provocaba cierta angustia. No en vano, sus protagonistas no solían salir bien parados. Lo mismo que en “Cristal”, la primera de las telenovelas que emitió la televisión en España, antes de que el público descubriera que lo de menos en este tipo de seriales es la trama, escrita con el trazo grueso de los tópicos que, sin ton ni son, insisten en las pasiones bajas, traspasando constantemente la delgada línea entre amor y odio, entre paternidad y filiación.

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Salvo la inmortal página que Beneján dibujaba cada semana, los seriales sólo precisan la habilidad de un organillero para girar y girar la manecilla que mueve el cilindro muescado, de tal forma que ni siquiera es necesario que los personajes avancen hacia un final. El público de esta clase de espectáculo exige su dosis diaria de fatalismo con el afán de que nunca concluyan los estereotipos que le ayudan a engolfarse en las desgracias ajenas.


Con la formación del nuevo gobierno sucede algo parecido. La precampaña electoral, la conclusión de legislatura, la convocatoria de elecciones, la campaña electoral, las encuestas, el día de las votaciones, los resultados, las rondas del Rey con los líderes de cada grupo parlamentario, los pactos, los no pactos, las sesiones de investidura, el fracaso del candidato a presidente, la convocatoria de unas nuevas elecciones, la precampaña, la convocatoria de elecciones… tienen sabor de serial en el que lo de menos es el final porque el público se solaza en el parto de la burra, el serial sin fin en el que relucen las pasiones del interés personal y partidista, el egoísmo y la ambición, la falta de patriotismo.

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