“La saga de los
porretas” copaba la sintonía de la radio en el autobús que nos conducía al
colegio. Antes de comenzar un nuevo capítulo, un locutor anunciaba el número
del episodio de las aventuras y desventuras de aquella familia –muy a la
española- compuesta por una nuera, hija casadera, abuelo y un jefe, reparto de
personajes parecido al de los geniales Ulises del TBO, a quienes lo único que
les angustiaba era protagonizar algún “bochorno” ante sus vecinos de la casa de
pisos de la ciudad o de su vivienda de vacaciones, en un pueblo encantador
llamado San Agapito.
La sucesión de
desdichas de las familias Porretas y Ulises me provocaba cierta angustia. No en
vano, sus protagonistas no solían salir bien parados. Lo mismo que en
“Cristal”, la primera de las telenovelas que emitió la televisión en España,
antes de que el público descubriera que lo de menos en este tipo de seriales es
la trama, escrita con el trazo grueso de los tópicos que, sin ton ni son, insisten
en las pasiones bajas, traspasando constantemente la delgada línea entre amor y
odio, entre paternidad y filiación.
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Salvo la inmortal
página que Beneján dibujaba cada semana, los seriales sólo precisan la
habilidad de un organillero para girar y girar la manecilla que mueve el
cilindro muescado, de tal forma que ni siquiera es necesario que los personajes
avancen hacia un final. El público de esta clase de espectáculo exige su dosis
diaria de fatalismo con el afán de que nunca concluyan los estereotipos que le
ayudan a engolfarse en las desgracias ajenas.
Con la formación del
nuevo gobierno sucede algo parecido. La precampaña electoral, la conclusión de
legislatura, la convocatoria de elecciones, la campaña electoral, las
encuestas, el día de las votaciones, los resultados, las rondas del Rey con los
líderes de cada grupo parlamentario, los pactos, los no pactos, las sesiones de
investidura, el fracaso del candidato a presidente, la convocatoria de unas
nuevas elecciones, la precampaña, la convocatoria de elecciones… tienen sabor
de serial en el que lo de menos es el final porque el público se solaza en el
parto de la burra, el serial sin fin en el que relucen las pasiones del interés
personal y partidista, el egoísmo y la ambición, la falta de patriotismo.
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